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México D.F. Miércoles 29 de octubre de 2003

Carlos Montemayor

Medalla Roque Dalton

En su discurso acerca de las armas y las letras, don Quijote de la Mancha destacó esta reflexión peculiar:

''Bien hayan aquellos benditos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina), y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos."

Como a todos los hombres, podríamos decir con Jorge Luis Borges, también a don Quijote le tocó malos tiempos en que vivir. En el mundo clásico, el combate cuerpo a cuerpo, con espada, lanza y escudo era la medida del honor. El arma de fuego aleja más los referentes del arrojo, la fuerza, la decisión. A muchos kilómetros de distancia, o desde aviones sin tripulación, la guerra devasta a pueblos enteros sin ver los rostros humanos en Panamá, Afganistán o Irak; al abatir casas, niños, ancianos, civiles, en Cisjordania o Gaza. Malos tiempos para estos pueblos despojados de territorios, bienes, tranquilidad; para estos pueblos cuya resistencia es en verdad la búsqueda de la paz, el restablecimiento de la paz.

Pues bien, si alguien ha conocido entre nosotros, como decía don Quijote, la desgracia de las armas de fuego que ''corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos" son los pueblos campesinos que luchan inermes por su dignidad, por la justicia en su propio suelo. Campesinos, indígenas, estudiantes, han sido masacrados una y otra vez en los países de nuestro continente. La historia de su resistencia es una memoria que dignifica nuestra vida. Es una memoria que conviene poner a salvo de la deformación oficial, de la indolencia, del silencio.

En su discurso, don Quijote señalaba que las armas ''tienen por objeto y fin la paz, que es el mejor bien que los hombres pueden desear en esta vida." Que la paz ''es el verdadero fin de la guerra" lo han dicho también, muchos siglos después de don Quijote, los zapatistas de Chiapas. Ahora, en esta ceremonia de entrega de la Medalla Roque Dalton, debo repetir que el guerrillero latinoamericano, como todos los guerrilleros del siglo XX, fue un trabajador militar y político que en muchos sitios se propuso el cambio social del mundo. El guerrillero fue una piedra angular en la gran revolución China y en Vietnam, en la España franquista, en Italia, en Irlanda, en Corea, en Argelia. En todos los continentes el guerrillero significó un llamado a la libertad, al cambio social por una vida más humana, más digna. En América Latina, el guerrillero combatió en Cuba, en Perú, en Nicaragua, en el Salvador, en Guatemala, en Uruguay, en Colombia, en Venezuela, en Argentina, en México. Su aliento libertario no se fortalecía por sus resultados; su fuerza residió en el despertar hacia una libertad por la que luchó y fue encarcelado o asesinado.

Por ello la primera arma que esgrime un gobierno contra los movimientos armados es la de desconocer su causalidad social y reducirlos a delincuencia absoluta; en los últimos años, con el concepto ''terrorismo" se quiere desvirtuar la resistencia patriótica de muchos pueblos. Después de la descalificación social viene la eliminación física con armamento o con operaciones represivas. Así se confunde como un combate contra la delincuencia común la represión a movimientos sociales y se pretende identificar la libertad con la invasión de países enteros, la ocupación, el despojo, la represión. Recuperar estos movimientos populares exige una recomposición de nuestra idea de historia.

En los últimos diez años han ido apareciendo memorias, diarios, novelas, documentos diversos que van revelando el pensamiento, las acciones, el arrojo de muchos jóvenes que a nuestro tiempo dieron ejemplo de dignidad. Gradualmente salen de la clandestinidad los análisis y recuentos de las luchas guerrilleras emprendidas el siglo pasado a lo largo de las décadas de los sesenta y setenta y que continúan hoy en varias regiones de México y en otras zonas de nuestra América. Se trata de una historia que además del conocimiento de las ideas libertarias y la dignidad, sigue exigiendo la revelación de las indignidades: la guerra sucia en México, en Chile, en Argentina, en Guatemala, en El Salvador, en muchos territorios.

Hace unos cuantos meses me invitaron a presentar tres libros singulares que al principio fueron materiales clandestinos: El mundo en que vivimos, de Arturo Gámiz, El tiempo que nos tocó vivir, de Raúl Ramos Zavala, y el Manifiesto de la Liga 23 de Septiembre, de Ignacio Salas Obregón. Sé que en los próximos años llegarán a ser vistos como obras clásicas e indispensables de la historia social de México. Llegarán a ser vistos así porque en verdad ya lo son.

Cada generación es lo que pudo o quiso ser en el momento en que ocupaba el mundo. Tarde o temprano, cada generación modifica el mundo. Lo modifica en las ideas, la ciencia, el arte, la miseria, la violencia, la vileza. Todo es posible, tercamente posible. También la honestidad, la lucha por la dignidad, la permanencia de la dignidad. Roque Dalton, Lucio Cabañas, Arturo Gámiz, el doctor Pablo Gómez, Raúl Ramos Zavala e Ignacio Salas Obregón pertenecen a esa esfera de la dignidad. Su vida, su lucha, su muerte misma, nos engrandecen.

Porque la clandestinidad ha sido parte del heroísmo en todas las generaciones humanas. Después, cuando esa lucha y ese pensamiento atraviesan los años, avanzan a contracorriente de la verdad oficial, de la historiografía oficial, por la misma fuerza de su dignidad iluminan la historia de los pueblos. Ahora, en México y en otras partes de nuestro continente, salen a la luz los documentos de análisis y de valentía de una decisión profunda que no se ha interrumpido, que no ha concluido en nuestros países cada vez más empobrecidos e injustos. En esta ocasión, bajo la memoria de Roque Dalton, combatiente y poeta, comparto con ustedes la voluntad de seguir recobrando la memoria de nuestros pueblos, de su resistencia libertaria, de las luchas que revelan profundamente lo que aún deseamos ser.

* Discurso pronunciado por el escritor y ensayista al recibir ayer la Medalla Roque Dalton

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