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México D.F. Domingo 2 de noviembre de 2003

ANDANZAS

Colombia Moya

La danza japonesa, hoy

A PESAR DE que el coreógrafo Hiroshi Koike afirma que la presencia del amor en la obra que presentó en el trigésimo primer Festival Internacional Cervantino en la ciudad de México, llamada Un barco en la mira (Ship in a view), es fundamental, puede afirmarse, sin embargo, desde una primera impresión, que dicha obra se refiere de forma demoledora a la agonía de la pérdida del amor y la esperanza.

DESDE QUE EL espectáculo se inicia a cortina abierta en el teatro Julio Castillo, cuando la niebla se esparce por el foro y un pequeño navío a escala transita lentamente en medio del misterio, apenas iluminado por una lucecilla a bordo y un gran mástil en el centro de la escena a manera tal vez de faro; el silencio en la audiencia se hace inmediato como por arte de magia, ante un extraño sobrecogimiento que a todos domina. El pequeño navío, de increíble vulnerabilidad en tan enorme y solitario océano más muerto que vivo, de alguna manera nos recuerda el barco de los muertos de Traven, y muertos vivientes parecen los bailarines que, en medio de la bruma y el tétrico aullido de sirenas de barco, aparecen caminando como movidos por un oleaje desganado y traicionero.

GRIS, BLANCO Y negro es la tónica del color, pálidos, inmutables como sólo saben serlo los orientales o los indígenas, se mueven con la calidad del agua... Ya imperceptibles, agitados o tormentosos. Son elásticos, fuertes y suaves, envolventes en medio de una quietud que avanza devorándolo todo, gritan en silencio con una gran boca desesperada; son apasionados, infantiles, locos, sensuales o desgarradores; veloces en sus súbitas carreras o saltos increíbles que caen como algodones: danzan el grito interminable, el paroxismo, el dolor inútil que irremediablemente habita su hieratismo y fantasmal presencia. No hay sexos, cualquiera es hombre o mujer, son extraños seres en masa, son tal vez masa, la masa.

ES LA DANZA japonesa de hoy, la que no habíamos visto, la que ha trascendido toda escuela técnica o concepto para expresar su verdad, un credo único y global que se ha nutrido de todas las mentiras y verdades; una danza abstracta que es contundente e impactante, porque es genuina en cada uno de sus participantes en danza, música, arte, vestuario, iluminación, video y qué sé yo... todo lo que hace la obra.

HIROSHI KOIKE HA sabido apretar nuestras entrañas y retorcerlas sutilmente con la demoledora verdad que todos sabemos desde lo más profundo de nuestro ser. Tiene la cualidad de llegar directo, apoderarse del público, ahogarnos y rescatarnos sin misericordia, como demoledora visión de su barco, o desde su pueblo, porque igualmente nos mueve en el mismo sitio con situaciones diferentes, personas y movimientos diversas con un alto sentido cinematográfico de secuencia y corte para, trascendiendo toda concepción dramática teatral sin principio, desarrollo ni fin, compenetrarnos de una intensa emoción que nos lleva el alma en un hilo en cada una de las partes de este extraño ballet, si así pudiera llamársele, pero que muy afortunadamente, ya es otra cosa mucho más allá de la danza, el teatro, el ballet, el canto o el butho. Es emoción y verdad pura, es una verdad contundente y demoledora, algo que todos parecemos haber comprendido y llevamos en el fondo de nuestra pobre humanidad, que se comulga con sutileza pero con lucidez avasallante.

PAPPA TARAHUMARA, DANZA abstracta del Japón, como se nombra la compañía, se ha nutrido en cada uno de sus componentes, de todo lo que le es útil y siente. Quizás por eso, Hiroshi Koike, mediante un texto de Artaud sobre los tarahumaras en nuestra sierra de Chihuahua, supo aglutinar el misterio ancestral del alma primigenia de su natal Japón, de los indios mexicanos, del mundo de hoy, de nuestra niebla e indefección; del dolor de quienes observan el mundo flotando en medio de la nada, sin rumbo ni destino. Así, las mesas de una escuela se convierten en producción en cadena, en manicomio global donde cada loco baila con su tema, come, vende o busca asesinar a cualquiera con amenazante cuchillo en un paroxismo que no logra nivelar el sexo lujurioso o la cadencia de una canción de amor.

¡AH! CUANTO DESALIENTO y desamor capaces de producir las más encontradas emociones sin saber, como los pálidos viajeros del barco, adónde vamos, pues ese también es nuestro barco, sin rumbo ni fin, sin aliento o rayando en la esquizofrenia, viviendo el drama de oriente y occidente, sentenciados a navegar en este lóbrego océano de mentiras y locura. Hiroshi Koike vacía la escena de muertos vivientes hieráticos o desatados para dejar conversando a una pareja de robots sentados en medio de la escena; uno con cabeza de televisor o computadora y la otra, la mujer, con una esfera metálica con aretes que mueve constantemente en la más trivial conversación hogareña.

CUANDO TERMINAN, EL público, como resorte, otorga la ovación. Salimos del teatro impresionados, pero de alguna forma felices y fortalecidos.

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