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México D.F. Domingo 4 de enero de 2004

Carlos Bonfil

La sonrisa de Mona Lisa

"La familia es fuente de la sociedad, y la mujer la fuente de la familia; si el manantial no es puro, la corriente será sin duda lodosa y sucia''. Este es el epígrafe eclesiástico que la historiadora de cine Marjorie Rosen utiliza para su libro Popcorn Venus, de 1973, a partir de un artículo, Feminidad pura, tomado de la revista Cosmopolitan. Esta misma frase podría figurar en el pórtico de la Universidad Wellesley, en Massachusetts, establecimiento académico para señoritas, donde transcurre la acción de La sonrisa de Mona Lisa, del neozelandés Mike Newell (Abril encantado, Cuatro bodas y un funeral). El periodo escolar es 1953-54, época posbélica de entusiasmos modernistas. Las universidades de Harvard, Yale y Brown preparan a los futuros líderes del país, mientras Wellesley se encarga de adiestrar a sus futuras esposas en el arte de ser buen anfitrión doméstico, con un prestigioso barniz cultural como complemento de la cosmetología obligada. A este lugar llega una profesora de historia del arte, Katherine Watson (Julia Roberts), librepensadora y ardiente apologista de la emancipación femenina.

El conservadurismo de Wellesley incluye la ortodoxia académica (la enseñanza del arte moderno está prácticamente proscrita) y el cultivo de los buenos modales antes y después del matrimonio. La profesora Watson es ahí un animal raro, una mujer soltera de currículo afectivo muy incierto, educada en California, centro de la bohemia artística y del relajamiento de las costumbres -lo más parecido a las planicies de Sodoma, desde la perspectiva puritana de la muy convencional Nueva Inglaterra.

La propuesta de Newell es interesante: una ilustración perspicaz de una atmósfera académica muy tradicionalista que contrasta con el clima de transformaciones económicas y sociales de la era Eisenhower. Un modelo evidente de la cinta es La sociedad de los poetas muertos, de Peter Weir, con toda su exaltación romántica; otro, más rutinario, Al maestro con cariño, de James Clavell, con su tránsito previsible de la hostilidad inicial hacia el profesor incómodo al enternecimiento colectivo que finalmente produce su vocación humanista.

La sonrisa de Mona Lisa deriva pronto en una narración muy convencional que casi reniega de su punto de partida de corte feminista. Presenta a una Katherine Watson muy vanguardista, dispuesta a sacrificar su seguridad conyugal (y la de alguna alumna suya) por una idea exaltadora de la afirmación profesional. En la clásica oposición de la mujer profesionista y la mujer casada (carreer woman versus housewife), Mike Newell no vacila en señalar, de modo maniqueo, las ventajas de la primera sobre las frustraciones de la segunda, pero únicamente para concluir con un mensaje ambiguo y conciliador: en los años 50 la lucha de emancipación tenía que ser lenta y darse en el interior mismo del hogar. Lo contrario suponía un aislamiento total, naufragar, por ejemplo, en la condición de una solterona soñadora o amargada -un vacío existencial, un fracaso. Y el chantaje funciona: una alumna (Julia Styles) elige el matrimonio, la familia, por encima de su probada excelencia académica y de sus perspectivas profesionales; otra (Maggie Gyllenhaal, La secretaria), se ve penalizada afectivamente por su conducta pretendidamente promiscua; una más (Kirsten Dunst), la arpía del grupo, padece en carne propia la inclemencia de las convenciones sociales al verse rechazada debido a su fracaso conyugal. La propia profesora Watson, admiradora de Picasso, de Pollock y de Soutine, advierte el desierto cultural que la rodea, la incomprensión de sus colegas y el complejo de inferioridad de sus pretendientes. La inteligencia aparece como un estorbo para la inserción social femenina y, peor aún, para su realización sentimental. Mujer que sabe latín, no tiene marido ni tiene buen fin.

El apego innecesario al cine de fórmula, al deseo de satisfacer a todos los públicos sin incomodar seriamente a ninguno, frustra una película que prometía mucho más en todos los aspectos, desde el manejo de los temas hasta el aprovechamiento de una excelente banda musical, de una buena dirección artística, y de actrices muy solventes. Cabía esperar una fuerza dramática cercana a la de La primavera de una solterona (The prime of Miss Jean Brodie, Ronald Neame, 1968), con una memorable Maggie Smith. Mike Newell se complace en cambio en fabricar un melodrama muy previsible y anacrónico, remplazando elocuentemente la sonrisa enigmática de la Gioconda -en la que una alumna percibe un símbolo de liberación-, por la sonrisa final de Julia Roberts, en la que cualquier productor vislumbra, sin dificultades, un éxito comercial.

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