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México D.F. Domingo 11 de enero de 2004

MAR DE HISTORIAS

En el desierto

Cristina Pacheco

Llevo ocho años en este figón. Mucho antes de que yo llegara, Maurilio tuvo la ocurrencia de llamarlo "Desert Inn". Según él, así iba a parecerles más atractivo a los clientes. El gasto que hizo en el anuncio fue un vil desperdicio. Los que aterrizan en este tragadero entrarían aunque no tuviese nombre: no hay otro más barato y desde las ventanas se ve la carretera.

El hecho de que sea mujer de Maurilio no me hace dueña del negocio. De otro modo, le habría puesto "Infierno". Le cuadra más al ambientito y a la facha de los clientes: todos parecen condenados. Me basta una ojeada para notarles el miedo, la incertidumbre, la angustia, el arrepentimiento. Cuando los miro siento curiosidad por saber si me veía como ellos la noche en que entré aquí.

Desde la mañana, Goyo me había dejado en la estación para buscar a un conocido que iba a pasarnos a San Diego. Estuve horas sentada en mi maleta, aguantándome el calor, el hambre, la inquietud de no tener un centavo ni para maldita la cosa.

A las quinientas me decidí a ir al baño. Le pregunté a un barrendero dónde quedaba. Cuando salí me dio un consejo: "ƑPor qué no come algo antes de que se desmaye?" Enseguida le agarré confianza: "Estoy esperando a mi marido. Ya no ha de tardar. Si viene y no me encuentra..." El hombre -delgado, oscuro, chimuelo- se metió la mano a la bolsa del overol y me entregó un billete: "Es préstamo, que conste. En la otra cuadra está el Desert Inn. Echese un taco".

Le dije que, como mi esposo guardaba nuestro dinero, en cuanto él regresara yo volvería a pagar el préstamo. Para más seguridad le describí a Goyo: "Es altito, moreno, de cejas muy tupidas". Levantó la mano: "Ahí párele. Con eso ya me figuro la clase de hombre que es su marido. Si llega, le aviso dónde encontrarla".

No me costó trabajo dar con el Desert Inn. Me senté en la única mesa desocupada, cerca de la cocina. Pedí nomás una coca. El mesero -entonces no sabía que lo conocen por Chófor- me preguntó si iba a ser todo. Le respondí muy segura: "Nomás que llegue mi esposo, comemos". Sonrió de ladito.

Cuando Goyo entró me paré a recibirlo: "ƑCómo diste conmigo?" Cosa rara, se puso galante: "ƑNo lo sabes, flaca? Te siento, te huelo. ƑQué le parece mi mujer, amigo?" Se dirigía a un tipo chaparro, de ojos verdes y camisa roja a cuadros. Me barrió con la mirada antes de responder: "Con todo respeto, muy fina la dama".

Goyo decidió que nos cambiáramos a un gabinete: así le decimos a la mesa con dos bancas. Ordenó cervezas. Cuando Maurilio, el dueño del lugar, llegó con el pedido, Benny -el de la camisa a cuadros- pidió la especialidad: quesadillas de camarón. No las disfruté. Me molestaba la presencia del extraño. Le pregunté a Goyo cuándo íbamos a pasar del otro lado. Lo sentí raro cuando me dijo: "Aquí nuestro amigo dice que la situación está dura y más si queremos cruzar los dos al mismo tiempo".

Puse cara de perro apaleado. Benny sonrió: "No se mortifique, hay solución si usted está de acuerdo en que su señor se vaya por delante". Me espanté: "ƑY quedarme sola? Pero si no conozco a nadie". Goyo me habló al oído: "Se lo expliqué a Benny y también puede arreglar ese problema: sus primas viven aquí y rentan piezas. Quédate ahí". Quise saber por cuánto tiempo. Benny respondió: "Esa es la bronca: como puede ser una semana pueden ser dos. Si quieren, los dejo para que hablen; pero decídanse pronto. Más tardecito hay un chance de pasar".

En cuanto nos quedamos solos Goyo me besó y quiso acariciarme el pecho. Le dije que se estuviera quieto porque la gente nos veía. "šQué le hace! Tengo que llevarme un adelanto para poder aguantarme las ganas mientras volvemos a vernos". Entendí que Goyo estaba de acuerdo con Benny. Le reclamé que no me hubiera tomado en cuenta: "Por seguirte, dejé a mi marido y ahora me botas a la vuelta de la esquina".

Goyo se dio cuenta de que todos nos veían. Muy dulce me pidió bajar la voz mientras que por debajo de la mesa me apretaba la pierna. El dolor me hizo gritar. Maurilio se acercó: "ƑPasa algo?" Goyo respondió: "Estamos jugando, pero mi flaca es bien cosquilluda". Lloré de vergüenza. Maurilio ordenó a su empleado: "Chóforo: šla cuenta de la siete!"

Goyo me reclamó: "ƑViste? Por tu culpa nos están corriendo". Me levantó del brazo pero me zafé y le hice una advertencia: "O pasamos juntos al otro lado o me regreso a San Luis". La gente dejó de comer para mirarnos y Goyo se encrespó: "ƑAh, sí? Nomás dime con qué pagarás el boleto, porque lo que es yo no pienso darte ni un quinto". Escuche risas.

Goyo salió. No me atreví a seguirlo. Me quedé quieta, muy digna, con la esperanza de que regresara. Sin él me sentía perdida, atorada como un puerco en el lodo. No vi en qué momento se acercó Maurilio. Pensé que iba a pedirme el lugar y me levanté: "No se apure, ahorita le desocupo la mesa".

Agarré mi maleta, decidida a irme. En una de esas encontraba a Goyo esperándome en alguna esquina o en la estación. Recordé mi deuda con el barrendero y apenas alcancé a comprender lo que Maurilio me preguntaba: "ƑQuieres trabajar? Tengo un chingo de platos sucios". Lo seguí a la cocina. En ese momento, por el calorón, se me ocurrió que el restaurante debería llamarse "Infierno".

Maurilio me quitó la maleta: "Espero que no seas remilgada. Aquí uno hace de todo: lava, cocina, sirve y hasta la hace de Doctora Corazón cuando hay maridos cabrones". Se me salieron las lágrimas. A Maurilio no le importó: "Urgen platos limpios: Ƒqué esperas? Deja ahí tus cosas, luego hablamos de tu sueldo".

Le pregunté si al menos por esa noche podía quedarme a dormir en el restaurante. "No te conviene. A las cinco llega el Chóforo a preparar todo. Abrimos a las siete. Si quieres, en mi cuarto hay lugar". Maurilio no me pidió que durmiera en su cama. Yo solita me acomodé junto a la pared. Después de ocho años, sigo allí.

II

Me gusta vivir con Maurilio. Hablamos poco y nunca de nuestras cosas. Sólo una vez me atreví a preguntarle acerca de su vida. Lo que me dijo me dolió tanto que no quiero saber más.

El tenía siete años cuando salió del pueblo con sus padres. El viaje hasta Tijuana fue larguísimo. Se hospedaron en un hotelito mientras encontraban a un paisano, apodado El Cascovo, que había ayudado a muchos a pasar.

Maurilio me contó que iban de un lado a otro, preguntando por El Cascorvo. Cuando ya se les iban a terminar los centavos redujeron las comidas a una sola y se atrasaron en el pago del cuarto. Llegaron a deber tanto que una madrugada escaparon por la ventana. De casualidad dieron con un albergue para indigentes. "Era una bodega inmensa. Las hermanas, con sus hábitos negros, repartían comida. Nunca olvidaré el ruido de las cucharas tallando los platos de aluminio. El sonsonete era la pinche canción del hambre."

Maurilio recuerda que en el albergue había desde ancianos hasta niños. "Yo, al fin escuincle también, me puse a jugar con ellos, sin saber". Sonó una campaña. Un hombre tomó la palabra. Habló de las dificultades para los emigrantes y de niños extraviados en los caminos: "Manos caritativas los traen. Les damos la protección y el alimento que sus padres no pudieron darles. No los juzguemos".

Al salir del albergue, sus padres resolvieron hacer lo único posible: aventurarse de una vez por el desierto. Después de mucho caminar se detuvieron en una hondonada para dormir. Todavía estaba oscuro cuando Maurilio escuchó a su madre: "Hijo, despiértate. Tu papá y yo vamos a adelantarnos un poquito. No te muevas de aquí. Si alguien viene y te pregunta tu nombre, se lo dices, y también que naciste en..."

Le pedí que me dijera como se llamaba su pueblo: "No recuerdo y no me importa. En cambio, daría cualquier cosa por saber si, en el momento de la despedida, mi madre estaba llorando".

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