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México D.F. Domingo 11 de enero de 2004

Armando Jiménez

La casa de La bandida

Para los lectores de este libro, menores de 60 años, que creo serán la mayoría, explicaré que la encargada de prostíbulos más famosa que ha tenido nuestra pecadora capital, fue Graciela Olmos, La Bandida, apodada así porque durante la Revolución, siendo casi una niña, se casó con el general villista Trinidad Rodríguez, alias El Bandido, mote por demás muy merecido.

El lenocinio de esta dama, que se hallaba en Durango 247, enfrente de la actual tienda El Palacio de Hierro, era sitio de reunión de intelectuales, artistas y políticos. No exagero si digo que allí se decidía quién sería el siguiente mandamás de la República, el secretario de Gobernación o el embajador en Washington.

El congal era muy renombrado debido a las hermosas féminas que allí laboraban y, principalmente, por la simpatía de su dueña, quien además cantaba, tocaba la guitarra y fue compositora de más de un centenar de canciones, como El Siete Leguas, La enramada y el Corrido de Benjamín Argumedo.

Ahora bien, un mediodía de julio o agosto de 1961, quedamos José Alfredo y yo de ir a las 11 de la noche a visitar a La Bandida, quien andaba mal de salud. Acudí puntual y mientras él llegaba conversé con la dueña de la casa; con José Pagés Llergo, director de Siempre!, la más importante revista de esos tiempos, y con Antonio Arias Bernal, portadista de esa publicación.

Además había otras personas, porque era un lugar muy concurrido. Unos llegaban y otros se iban. Recuerdo entre los que estuvieron esa noche al actor Pedro Armendáriz; a los cantantes Marco Antonio Muñiz y Pepe Jara; a Gonzalo N. Santos, cacique de San Luis Potosí; al epigramista Pancho Liguori, viejo lobo de bar, y a un subsecretario de Estado, de quien se rumoraba que era maricón; éste llegó con un fotógrafo, quien le tomó varias fotos abrazando a distintas pupilas de la casa, tal vez para tratar de desmentir su homosexualidad.

Mi primo se apareció, ya con algunas copas entre el pecho y el espinazo, pasada la medianoche, acompañado por un miembro de su grupo musical, ambos con sendas guitarras y vestidos de charros.

El fue recibido con aplausos; saludó a todo mundo y con muchos bebió en cantidades industriales.

La Bandida le pidió que cantara; él aceptó y tuvimos todos los presentes el privilegio de escucharle una composición inédita, que había compuesto quizá ese mismo día. Gustó tanto, que le suplicaron que la repitiera.

En esta segunda vez le hizo un cambio, que después anotó en una libreta.

No recuerdo qué canción era ésa, porque ya me había yo zampado tres o cuatro cervezas, y mi límite es el que estableció mi colega Shakespeare:

Two beer or not two beer.

Con pretexto de ir al baño me escapé de esa casa, sin despedirme de nadie, para no tener que cargar a mi pariente hasta su casa. Me fui a la mía, en la colonia Roma, a pie para que se me bajara el cuete. Debo aclarar que en esas calendas la capirucha era muy segura; nadie me asaltó.

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