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México D.F. Lunes 19 de enero de 2004

Hermann Bellinghausen

De arriba abajo

Crecí creyendo que las películas se veían de arriba abajo. Mi mamá, que era la que me llevaba de niño al cine, subía siempre a platea aunque hubiera lugar en planta baja, que por razones que conocí después se llenaba siempre más. En aquellos tiempos ese el pasatiempo popular. De todo el pueblo de la ciudad. Sólo si eras de plano indigente no ibas al cine. Pagabas cuatro pesos, que no era poco, en los cines buenos como el Cosmos. Creo que dos cincuenta en el Tacuba. Y luego estaban los "de piojito", a peso.

El chiste que había de los "de piojito" era que tenías que llevar un ladrillo y un palo. El ladrillo para sentarte y el palo para ahuyentar las ratas. ƑO eran cucarachas?

Aunque mi mamá no era otra cosa que sirvienta, nunca fuimos a uno "de piojito". Era una actividad sagrada, y la cumplía mejor que ir a misa. Nos arreglábamos los dos, y si se sentía espléndida, me invitaba al Opera, o de plano hasta el Majestic y el Regis, en el Centro.

Ahí andábamos la Ribera de San Cosme, de arriba abajo.

La México-Tacuba. Marina Nacional. Legaria. Al cine. El balcón que resultó ser el lugar más secreto. Pronto entendí la razón de tanta platea, pero como se volvió parte de la vida, pronto dejó de importarme. Era en la oscuridad de las plantas altas, bajo en chorro luminoso del proyector, donde mi mamá se veía con sus novios. O iba a conocerlos. Si llegábamos hasta el Alameda, era que tenía cita en un palco. Una vez que fuimos al Olimpia a ver Ben Hur, se pasó media película (que fue larga) en el tocador. Me dejaba en la butaca, quietecito, hipnotizado, asomado a la pantalla. La permanecía voluntaria era una práctica universalmente aceptada, y en el Maya los programas eran dobles, y hasta triples si el cácaro andaba de humor.

Las gentes pobres en esos tiempos no teníamos televisión. Seguíamos en la Edad del Radio. Eran como una fiesta, los cines, me acuerdo, los fines de semana. Gente, animación, algodones y palomitas color de rosa. Mi mamá estaba jovencita. Fui su primer hijo. Y la segunda, mi hermana Celia, nació cuando yo ya tenía mis ocho bien cumplidos. A mi papá ni lo conocí. Así les pasó también a algunos de hermanitos posteriores. Los papás desaparecían y venían otros para cargar a mi mamá de más chamacos y pintarse.

Joven y guapa, y al principio nada pendeja, se cuidaba. Ya luego se dejó, o le cambiaron las necesidades. Empezó a llenarse de güeyes, de hijos, de problemas. Al principio, mis padrastros ponían para el gasto, luego ya nada más venían de gorra. Alguna ocasión nos cambiamos a una casa grande (que resultó casa chica) en Clavería. Ya éramos cuatro, y yo andaba en mis trece. Ese episodio duró lo que toman otros dos hermanitos y salimos huyendo. El hombre tomaba y nos andaba queriendo madrear a todos, a mi mamá y a Celia, que estaba chiquita, especialmente.

Regresamos a la vecindad en la Argentina donde yo nací y a partir de entonces los hombres iban y venían; nosotros allí. Después de Clavería tuve que trabajar, estudiaba cuando podía, y adiós al cine. Todavía en Clavería me iba yo solo, o llevaba a Celia para que también paseara, así que ella desde chiquita vio películas, igual que yo. Por eso aunque le llevó ocho años somos de la misma generación.

Cuando mi mamá empezó a embarazarse de uno tras otro, dejó de ir al cine pero me seguía lo disparando, a escondidas del esposo en turno. Porque así le dio por decirles, "mi esposo". Para ser varoncito, y ya crecido, fui bastante paciente con casi todos. Sólo a uno, ya en mis diecisiete, sí lo corrí a madrazos. Fue la única vez que me metí. De esa temporada prefiero no acordarme.

Con el cine me volví evasivo y alimenté obsesiones interesantes. En fin, son tantas las cosas que amoldan un carácter. Cuando empecé a ir solo, me animé a la planta baja. Un hallazgo. Me hice adicto de las primeras filas. A platea volvía por nostalgia o misantropía, y sólo en películas que ya había visto. De la primera que se acuerda Celia es Pulgarcito, con Elías López Moreno. La vimos como cinco veces.

Mexicanas, veíamos las que fueran. De Javier Solís, de Clavillazo, de Libertad Lamarque, de Arturo de Córdova. Cantinflas. Y el rey: Tin Tan. Mis favoritas eran las americanas de marineros y vaqueros (en ese orden). Siendo clientela cautiva, uno veía lo que exhibieran.

Mi mamá recuperó su pasión por el cine hasta después de los cuarenta, una vez que acabó de tenernos a todos; fuimos once. Un equipo de futbol, se dice pronto. La progenie y el trabajo la acabaron físicamente, y ya no le interesaron los novios. Al fin pudo ver las películas sin distracciones.

Pero en ese capítulo suyo yo ya no salgo. Me fui fuera de México, a la costa, y aunque le mandaba dinero, nuestras vidas no tenían nada que ver. Quedaban el cariño y el cine. Me gusta pensar, cuando lo pienso, que en el principio fueron las películas, siendo nuestras vidas una o varias con lágrimas y risas, y con intermedio.

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