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México D.F. Domingo 7 de marzo de 2004

Angeles González Gamio

El lago de Tláhuac

Chalco, Zumpango, Xochimilco, Texcoco y Xaltocan eran los lagos que rodeaban a México-Tenochtitlán a la llegada de los españoles. Por estar a un nivel más bajo, que provocaba que se acumularan sedimentos, las aguas del lago de Texcoco eran saladas. Para separar este cuerpo de agua de los dulces, el noble y sabio Nezahualcóyotl, emperador de esa región, diseñó un sólido dique, conocido como el albarradón.

A la llegada de los españoles, en las riberas de los lagos había alrededor de 40 ciudades, algunas que ocupaban isletas y la más audaz, la que se había levantado entre las aguas y que había llegado a dominar a las demás: la altiva y majestuosa México- Tenochtitlán, que habían fundado y engrandecido los aztecas.

Tras la conquista, al levantarse la ciudad española sobre las ruinas de la ciudad que los había deslumbrado, se hizo necesario cegar buena parte de las decenas de canales que cruzaban la urbe para convertirlos en calzadas, destruyendo el frágil equilibrio ecológico que habían logrado los antiguos pobladores de la cuenca.

Ya hemos mencionado que esto dio lugar a terribles inundaciones, que ocasionaron que durante siglos se buscara la manera de desecar los lagos, hasta llegar a nuestros días en que continuamos expulsando el agua que llega de 14 ríos y de los caudales que caen cada año del cielo, que sacamos de la ciudad revueltos con las aguas negras, al mismo tiempo que sobreexplotamos los mantos acuíferos y dejamos a comunidades lejanas sin el vital líquido, que con grandes costos traemos a la ciudad de México.

Milagrosamente aún existen lagos en la capital: en Xochimilco y en Tláhuac, además del artificial que se hizo donde estuvo el de Texcoco. Hablando de la fiesta de San Pedro, en la delegación Tláhuac, comentamos en crónica anterior la emoción que nos causó la imagen del lago de los Reyes Aztecas, que en sus 29 kilómetros de canales preserva un ecosistema rico en especies, muchas que datan de la época prehispánica: ranas, ajolotes, carpas, serpientes, tortugas, garzas y patos. Paseando en una colorida trajinera por los plácidos canales, recordamos al rey Cuitláhuac y sus nigromantes que sabían leer los presagios de los astros reflejados en estas aguas. Ello explica el significado del nombre del gobernante: "En el lugar de quien vigila el agua".

Actualmente la procesión de la imagen de San Pedro, que se lleva a cabo con toda solemnidad durante su fiesta, se hace en canoa. Muy fiesteros los pobladores de Tláhuac, celebran también el carnaval, festejo del que nos habla uno de los cronistas de la demarcación, José Eduardo López Bosch, en el más reciente número de la revista A pie. Crónicas de la ciudad de México, que está a la venta en Sanborns, Gandhi y demás librerías de calidad. El carnaval lo organizan los habitantes del barrio de Tlaltenco en los días que preceden a la Semana Santa y es quizás el más vistoso y colorido de la capital.

Data del siglo XIX, cuando se disfrazaban para burlarse de Maximiliano y su corte; actualmente los atuendos mantienen vigente esa costumbre; consiste en un traje de charro en gruesas y coloridas telas, barrocamente bordadas con hilos de oro y plata, representando figuras de animales y símbolos, máscaras que caricaturizan las facciones de los franceses, con ojos azules, mejillas exageradamente sonrosadas, puntiagudas barbas y bigotes rubios, y sobre la espalda, colgando con desgano una ridícula capita. Todo el pueblo participa en el festejo, en el que compiten diversas comparsas, elaboran carros alegóricos, tienen sus princesas y su reina.

Otro festejo de gran fama en Tláhuac es la conmemoración de los Días de Muertos, que se realiza en el pueblo de Mixquic. Comienza el último día de octubre por la noche para recibir a los niñitos muertos y continúa el 1 y el 2 de noviembre, cuando los difuntos adultos llegan, comen y se van. El espectáculo en el cementerio, el día 2 por la noche, es impactante; los deudos cubren totalmente las tumbas de pétalos de flores de cempasúchil en formas artísticas y las adornan con grandes ramos de gladiolas; todo esto se aprecia bajo el parpadeo de decenas de velas encendidas, el ambiente se perfuma con el olor del copal y del incienso, mientras se escucha el susurro de oraciones y sollozos. Es una experiencia profundamente conmovedora.

Sólo queda saborear en alguna de las múltiples fondas y modestos restaurantes unos ricos tamales, su famoso mole acompañado con arroz rojo y frijolitos de la olla. Si tiene suerte, podrá comer pato en pipián o ajolote, que es sabrosísimo.

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