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México D.F. Miércoles 10 de marzo de 2004

Luis Linares Zapata

Transparencia o complot mongol

México requiere de opciones que le abran horizontes y le renueven las maltratadas esperanzas, y el perredismo sobreviviente de esta crisis tiene que ser una de ellas

Como en las antiguas series de El Santo contra toda clase de demonios, una parte de los actores involucrados en las recientes afrentas a la sociedad, en lugar de revisar y corregir sus entrañas contaminadas y aceptar el castigo conducente, agrandan sus errores hasta la desmesura con una increíble estrategia de defensa. El jefe de Gobierno y el PRD han comprado, casi en su totalidad y de esta absurda manera, la vieja proclividad de la izquierda a imaginar complots para cada ocasión. Desde el propio López Obrador, siguiendo por su círculo íntimo y terminando por sus apoyadores periféricos, se han embarcado en la supuesta conjura de la derecha que llega hasta pensar el magnicidio. De esta tenebrosa manera reúnen, en sus calenturas, el inescrupuloso accionar del Ejecutivo federal con los poderosos enemigos de "su proyecto" y, para empeorar el ambiente público, le suman los aliados que ambos tienen en el exterior. Nada que sea desconocido, mucho de lo que hay necesidad de situar en su apropiada dimensión o, de plano, desterrar.

La ofensa que parte del perredismo y otros funcionarios de gobierno le han hecho a la sociedad mexicana degrada la insustituible actividad política. Tratan de minimizar el daño, de circunscribirlo, a ciertos malos elementos de su partido sin reparar en el generalizado ritual de pasar la charola ante los dispuestos poderosos en turno en el que sus corrientes, casi sin excepción, han caído. Han rebajado la política, ellos también, a poquiteras transacciones monetarias pagables con favores. Y, para colmo de males, todavía tratan de revestirse con sanas, esterilizadas y honestas intensiones de cambio respecto de las horrendas costumbres de los demás. Cavan, de esta disonante e incongruente manera, una tumba más amplia y profunda para sus desatadas ambiciones. La propuesta de gobierno, la visión de país se deforma ante la eficacia electoral que tuerce la ética y mediatiza el estricto apego a la ley.

No contento con la que ya es una estrategia de control de daños fincada en los conspiradores venidos desde la amarilla Mongolia, López Obrador pretende rendirle cuentas a su audiencia citadina. Llama a su público interesado para que oiga, de viva voz y con altoparlantes, "la verdad" de lo ocurrido. El será quien narre lo que no se vio en los videos de marras, interprete las maniobras de sus subordinados, dé seguimiento a la ruta del dinero extraviado, identifique a los autores intelectuales y llegue hasta los mensajeros para, una vez desenmascarada la trama perversa que le acecha a cada paso, dicte el veredicto final. Y todo ello frente a las masas, reunidas a su conjuro, en la plaza central de la República. No puede esperar a que las instituciones investiguen, armen sus pruebas y lleguen a un verosímil dictamen. Una mala y poco recomendable ruta a desplegar ante los atentos ojos de los ciudadanos que esperan reacciones más sinceras, a fondo y creativas, del que todavía es, hoy en día, el puntero en la fila sucesoria.

La proclividad de López Obrador a sustituir la intermediación política entre partes interesadas en conflicto, como las que regularmente aquejan a los ciudadanos, por las tribunas que ofrecen los medios de comunicación, es preocupante en extremo. Son los conductores de programas televisivos y radiofónicos los ahora predilectos de su administración y los beneficiarios de sus recursos propagandísticos, que son vastos y empleados sin titubeos ni recato. Aunque son ellos los que ahora lo están abandonando a su suerte o los que ya lo combaten con ardor. López Obrador llegó con retraso a la monotonía, al escepticismo y la crítica, aunque tampoco es tarde para cimentar sus pretensiones de escalar al piso superior entrevisto. Lo que hasta ahora parecía gratuito o gracioso le costará sangre e imaginación de aquí en adelante. Tendrá ante sí una vigilante, desconfiada y hasta rasposa audiencia que espera resultados tangibles para rellenar los grandes huecos dejados por los mañaneros pasos del jefe de Gobierno. El descontrol administrativo que exhibió tiene que ser reparado de inmediato para que no se descarapele la fuerza de su mando. Urge reorientar el escenario que le aporta presencia cotidiana para inducir la confianza de los gobernados en sus intenciones justicieras, en sus programas y acciones, y no para continuar moviendo su dedito negador. Ya nada puede ser igual para su imagen de honestidad a carta cabal, es cierto, pero retiene una densa capa de credibilidad que no puede malgastar en complots y despliegues valentones. Una profunda, conciente, en lo que se pueda objetiva evaluación de sus colaboradores es urgente para no embarcarse en un cruento e injusto descabezadero.

Por su parte, el PRD está obligado a ir a fondo, con crudeza, rapidez y sin miedos, para rearmar la ruta que tanto trabajo y penalidades le ha costado mantener. A los perredistas se les reconoce como gente sencilla, asequible, de respuestas corajudas, de ideas cimentadas y pretensiones de cambio profundo. Es indispensable que actúen con valentía para depurar lo que se ha revelado como infectado por las viejas y corroídas costumbres de vender candidaturas, de traficar con influencias, precisamente ahora que las tienen. Sus simpatizantes esperan una renovación de fondo que les limpie no sólo la cara, sino las manos y el cuerpo entero, para que puedan acercarse a la oportunidad de pelear, con reales posibilidades, la Presidencia de la República. México requiere de opciones que le abran horizontes y le renueven las maltratadas esperanzas, y el perredismo sobreviviente de esta crisis tiene que ser una de ellas.

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