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México D.F. Domingo 9 de mayo de 2004

Rolando Cordera Campos

La debilidad mexicana

La crítica a la conducción de la política exterior mexicana respecto a Cuba no equivale a una defensa incondicional de ese país, de su revolución o del régimen encabezado por el presidente Fidel Castro. Tampoco ubica a quien hace la crítica en un bando específico del espectro político nacional o internacional; no lo convierte en autoritario embozado de igualitarista, ni lo pone en el paredón de lo "políticamente correcto", calificativo destinado en México a quienes se obstinan en no aceptar el dictado unívoco del nuevo tribunal de lo "democráticamente acertado".

En las condiciones normales de un debate democrático como el que quisiéramos tener, nada de lo dicho arriba sería necesario. Se daría por supuesto, y lo que nos ocuparía sería una reflexión a fondo sobre el esquivo tema del interés nacional y el lugar que las relaciones con Cuba deberían ocupar. Nada de esto hemos hecho en estos años de cambio, y lo decidido en días pasados por el gobierno del presidente Fox sobre el nivel de la relación diplomática con el gobierno cubano no contribuye a que se vaya a hacer pronto y bien.

El bochorno que produjeron las primeras declaraciones de los secretarios Creel y Derbez el domingo pasado, no por afectar a Cuba sino por atentar contra nuestro entendimiento, dio paso a una feria lamentable de alineaciones con y contra Cuba y su gobierno, que no hacen servicio alguno a la causa del buen gobierno y de una política exterior sólida, a la altura de esta globalización militarizada y sometida a los criterios de la seguridad imperial estadunidense.

La polémica desatada por el enfriamiento de las relaciones con la isla agrava la polarización ambiente y eleva la crispación a factor definitorio de la conversación política, a la que sofoca. Eso y no otra cosa ha propiciado el gobierno, sin ganar nada a cambio. La coincidencia en el tiempo con el anuncio de los planes del presidente Bush y del siniestro Roger Noriega no hace sino agudizar la confusión doméstica y puede, de no mediar algo más que las declaraciones de banqueta del canciller mexicano, llevarnos a una confrontación corrosiva de alcance nacional.

La tradición de la política exterior mexicana ha sido despreciada y ridiculizada hasta extremos inauditos en estos tiempos de cambio democrático. Aceptando la fatalidad del mundo global y del imperio estadunidense, a partir del 11 de septiembre de 2001 la política exterior del gobierno se separó de la del Estado y sólo fue corregida en su frenesí revisionista cuando el Presidente decidió no acompañar a Estados Unidos en su aventura intervencionista en Irak. La corrección no hizo verano y luego vino el tristemente célebre "comes y te vas" y su desenlace brutal con las revelaciones de Fidel Castro sobre su conversación telefónica con Vicente Fox.

Es hora de corregir en serio y de poner en perspectiva el interés nacional, que con todo y la buena vecindad soñada por el presidente Fox existe y reclama del Estado un tratamiento de urgencia. Poco podremos hacer al respecto si aceptamos el despeñadero macartista contra el cual advierte Beatriz Paredes (La Jornada, 07/05/04, p. 10). Tampoco iremos a lado alguno si nos dejamos de llevar por el juego de espías del secretario Creel o aceptamos como argumento válido el anticomunismo de ultratumba promovido por el presidente del PAN en un desvarío nostálgico de sus años en el Yunque.

De otra parte, es claro que la izquierda y el progresismo que debe haber por ahí tienen que asumir con claridad meridiana que los derechos humanos son en este mundo post guerra fría una especie de absoluto, que la democracia es su régimen político por definición y que es la búsqueda y la defensa de ese régimen y de esos derechos lo que desde México se quiere para el resto del mundo. Sólo así podrá la izquierda de este siglo participar con legitimidad en el gran debate que nos espera y, con ello, aspirar a ser gobierno.

Sólo como adelanto. El interés nacional mexicano debería plasmarse en Cuba en una promoción y defensa clara de los intereses de los inversionistas mexicanos, alejados de la isla no por los excesos verbales del comandante sino por las amenazas y chantajes derivados de la inaceptable ley Helms Burton. Del gobierno del presidente Zedillo para acá se soslayó este aspecto de nuestros intereses, así como la dimensión mayor de contribuir a que la inevitable transición cubana hacia la democracia no se despeñe en una guerra civil y una emigración sin control que derivaría forzosamente sobre nuestras costas.

Estos y otros asuntos similares son los que deberíamos abordar en el Senado y los otros foros ciudadanos y del Estado donde la política exterior debe procesarse, evaluarse, redefinirse si es preciso. Sin embargo, en vez de ello se nos anuncia un nuevo, pueril, litigio sobre las capacidades del Congreso en materia de política exterior. Ni modo.

Lo demás, como la adicción del secretario al diccionario, o la revisión de las fichas migratorias de los funcionarios cubanos del PCC, o las pláticas políticas en el Italianis, o los puros del abogado, debería ser lo de menos. Sin soslayarlo, también debería inscribirse en esta perspectiva el machismo diplomático del presidente Castro, para enfrentar el cual podría haberse echado mano de otros recursos, menos estruendosos y, tal vez, más eficaces. Ahí estaba la discreta y digna embajadora de México para hacerle ver al ministerio y al propio Fidel Castro la molestia y el rechazo de México, aquí no sólo del gobierno, a los términos usados para calificar la postura mexicana en Ginebra.

Por lo pronto, admitámoslo, nada de eso es lo de menos sino que se adueñó del escenario político nacional. Y esto es lo grave y ominoso, porque da una idea clara, terriblemente precisa, de la extrema debilidad de nuestro sistema político, de nuestra democracia, de nuestras mentalidades ciudadanas. Y para especular con todo esto no se necesita de agentes subversivos. Con más conferencias de prensa como las de esta semana tenemos

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