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México D.F. Jueves 20 de mayo de 2004

Soledad Loaeza

ƑPara qué sirven los presidentes?

Hace unos días, Amy Bach, una conocida periodista estadunidense, se sorprendía ante la generosidad con que los medios de Estados Unidos tratan las limitaciones de George Bush. Por ejemplo, los periódicos le corrigen la gramática, reproducen sus contradicciones sin señalarlas, la televisión omite escenas penosas, gestos torpes, miradas reveladoras, faltas de sintaxis, tartamudeos y silencios prolongados. Sólo el cineasta Michael Moore se permite la permanente irreverencia, pero en general, desde que inició la guerra en Irak, los medios se han autodisciplinado y han minimizado las críticas sangrientas y las más destructivas del presidente de Estados Unidos. No hay duda que podrían hacerlas, pero las evitan no porque sean víctimas de la censura, sino porque están protegiendo a la institución presidencial de los efectos devastadores que el individuo George Bush puede tener sobre ella. La decisión de proteger la institución nace de la convicción de que sea quien sea el presidente de Estados Unidos, ocupa una posición que es una pieza irremplazable en la compleja maquinaria del gobierno democrático.

Cuando Amy Bach se enteró del tratamiento que los medios mexicanos le reservan al presidente Fox se sorprendió todavía más del comportamiento de los medios estadunidenses. Admitiendo que no sean inmerecidas revelaciones, críticas y señalamientos, cabe preguntarse si estamos construyendo una democracia o si estamos empeñados en una concienzuda labor de destrucción de la institución presidencial. Habrá quien piense que sólo estamos haciéndole la segunda al propio Vicente Fox. Sin embargo, si pensamos en el futuro quizá habría que considerar la importancia de proteger a la Presidencia de la República del ciudadano presidente, porque una vez que termine su mandato de seis años, seguirá en pie -por maltrecha que esté- una institución que es central para los equilibrios generales del sistema político.

El presidente Fox no es el único que ha sido expuesto sin misericordia por los medios que en todas partes han desnudado al rey. El efecto de esta vulgarización de la autoridad ha sido que prácticamente en todo el mundo los gobernados se sienten muy incómodos cuando alguien se refiere al presidente -o en su defecto al primer ministro- de su país. Un porcentaje muy alto de estadunidenses enrojece al pensar en los dislates de George Bush, y la más completa desazón se apodera de ellos al recordar sus argumentos en relación con la guerra de Irak: por ejemplo, que las tropas de Estados Unidos están en ese país para dar la libertad que Dios todopoderoso dio a los estadunidenses, y que ahora ellos darán al mundo entero. No hay más que recordar que cuando se mencionaba a José María Aznar muchos españoles corrían a esconderse para no tener que dar la cara; no son pocos los franceses que se sienten muy apenados por un presidente acusado de manejos inapropiados de fondos públicos en la alcaldía de París; a Schroeder los alemanes le reprochan su frivolidad. Podríamos seguir con la galería de ejecutivos incómodos: la docilidad de Tony Blair frente a Bush mortifica a muchos británicos; la imagen pública del engominado Berlusconi es un tormento público para muchos italianos; los desplantes machistas de Menem en su tiempo afligían a muchos argentinos.

En el pasado, la función simbólica de los gobernantes era más o menos obvia; cuando eran presentados como objeto de admiración y emulación, se subrayaban sus virtudes: su determinación, su inteligencia, su cultura, su valentía, su perseverancia. Es probable que muchos de los gobernantes del pasado cuyas estatuas y retratos ocupan un lugar de honor en avenidas, parques y oficinas públicas, cometieran indiscreciones, dijeran tonterías, rehuyeran su responsabilidad. Sin embargo, todo esto quedaba sometido a la necesidad de una simbología del poder que era también una base de autoridad. Al proteger la institución presidencial, los medios en Estados Unidos están en parte protegiendo la simbología democrática.

Los gobernantes cumplen siempre una función simbólica. Presidentes y primeros ministros también son importantes porque son uno de los referentes de la comunidad política del país. La mortificación que nos causan las palabras o acciones de los gobernantes demuestra que existe un vínculo intangible entre ellos y nosotros. Incluso quienes no votamos por ellos sabemos que su presencia en el poder dice algo de nosotros, que hacia dentro del país son un espejo de nuestra sociedad y hacia afuera nos representan. Los gobernantes son una muestra representativa del país que gobiernan; por eso sus faltas, debilidades y flaquezas en el fondo nos afligen tanto. El presidente Fox cumple una función simbólica inescapable, pese a lo mucho que le cuesta ese aspecto del poder presidencial. No puede desentenderse del vínculo simbólico que irremediablemente lo une a todos los mexicanos, de la misma manera que nosotros no podemos desentendernos del hecho de que él es nuestro Presidente.

La mortificación que producen las palabras, las decisiones, los gestos o el estilo de los gobernantes entre sus gobernados, demuestra que a pesar de la vulgarización de la autoridad característica de estos tiempos irreverentes, los gobernantes siguen teniendo un valor simbólico nada despreciable.

Todo esto invita la pregunta: Ƒpara qué sirven los presidentes?

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