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México D.F. Jueves 2 de septiembre de 2004

Sergio Zermeño

López (Obrador)

Hemos recorrido ya un buen trecho los mexicanos alimentando el odio. Hemos llegado al punto en el que unos llaman "López" al que consideran el adversario público número uno del país, mientras el resto se refieren al político de sus preferencias con sus apellidos completos: López Obrador. Referirse a él como López parece ser la moda entre periodistas y políticos de la derecha; es la manera que han adoptado Enrique Jackson y el centenar de priístas sobre los que ha recaído la horrenda tarea del desafuero.

La polémica en torno a este episodio dramático y bochornoso de nuestra historia ha dejado de tener sentido, ha llegado a un punto muerto: para siete de cada 10 mexicanos no hay proporción alguna entre la destitución del jefe de Gobierno de una ciudad de 10 millones de habitantes, elegido constitucionalmente, y el haber dejado estrechos los accesos a un predio en el que se suspendieron los trabajos en acatamiento a una orden judicial. Los otros tres de esos 10 se muestran, sorprendentemente, determinados a convertir esto en un episodio ejemplar de aplicación del derecho mexicano (habiendo tenido la oportunidad de ser inflexibles con el robo de mil 500 millones en Pemex para la campaña del PRI, escogen los trabajos de acceso al hospital ABC, pero cuando hay que buscar argumentos cualquier pretexto es bueno).

En torno a eso ya no hay nada que argumentar; la manifestación del domingo sólo puso de manifiesto que así están los momios. El núcleo de lo que nos ocupa está en capas más profundas: 25 años de programas de gobierno excluyentes, 25 años de fracaso de la modernidad y del progreso, de desindustrialización y destrucción del agro, de ascenso galopante del desempleo y la migración, de informalización y changarros de sobrevivencia, de violencia delincuencial han atizado en toda la periferia mundial la búsqueda desesperada de caudillos, de hombres fuertes capaces de imponer programas con algunos visos de credibilidad y alguna vocación solidaria ante el desorden: algo que no se convierta irremediablemente en más ganancias para las grandes firmas, los bancos y el sistema financiero mundial.

Lula, Kirchner, Chávez, para no hurgar en el mundo islámico o en el desastre africano, son la expresión natural de esta injusticia y este desorden, y Andrés Manuel López Obrador lo es en nuestro medio.

El asunto quedó más que claro en el punto siete del Proyecto de nación y nuevo pacto social presentado por el jefe de Gobierno ante la multitud este domingo: "Hay que dejar a un lado la simulación y la hipocresía. Al Estado corresponde evitar la desigualdad social. No es posible seguir desplazando la justicia social de la agenda del gobierno". Los que más tienen deben sacrificar sus intereses para recomponer el pacto nacional: "Desde 1988 a la fecha se han destinado 200 mil millones del presupuesto público tan sólo para pagar una parte de intereses. Todo ello limita la inversión en obras públicas, en vivienda, en educación, en salud. (Es necesario) alcanzar un acuerdo con los banqueros para reducir el costo financiero de la deuda del Fobaproa..."

Se hizo evidente que el obrismo es un proyecto de democracia social y de centro-izquierda. Nunca lo hubiera querido decir tan claro, mantener las buenas relaciones con todos los empresarios y los financieros, como en el proyecto del Centro Histórico, parecía ser su estrategia, pero el acoso al que lo han sometido lo obligó a definirse con claridad del lado de lo popular, mostrar su fuerza para que la derecha y el PRI sopesen las consecuencias del desafuero.

Sin embargo, éste no ha sido el único efecto de sus torpes adversarios. Han logrado también soldar algo que estaba roto: ahora resulta que la amalgama entre el partido y el líder ya es total y que el fantasma de Cuauhtémoc desapareció de la escena: "agradezco el respaldo de mi partido, de sus dirigentes, de sus gobernantes", y resulta, en fin, que la movilización popular quedó organizada: ya se ensayó, barrio por barrio, dónde reunirse, cómo trasladarse... Pero todavía hay más: la acusación es tan extremadamente ridícula (no hay robo, no hay lastimados siquiera) que el aparato de procuración de justicia terminará devaluándose aún más y lo mismo sucederá con la justicia electoral y sus instituciones. Por más que se retrase en estos meses el veredicto ya sólo hay dos caminos: o lo desafueran todos sus enemigos juntos o va a resultar más fortalecido que nunca y ya tenemos al frente al candidato antioligárquico y triunfador.

ƑEstaremos todavía a tiempo de abrir una negociación como sugieren Slim y De la Fuente?

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