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México D.F. Lunes 6 de septiembre de 2004

Hermann Bellinghausen

Carta del Yukón

La sensación de frío que trae el viento es tan fuerte que no parece real. Para eso viene uno cobijado con chamarrones North Face y cascos térmicos. A pesar de tan esponjada armadura, la alucinación es vasta y visible, tan penetrada por los ojos que sostendría en pie a un moribundo. Las plataformas del río aparecen aquejadas de barrancas y cañones entre puntos suspensivos. La placidez monumental del Yukón es insultante. Qué que disminuya tanto lo humano, no significa una afrenta. La placidez es fría, no helada en esta época del año.

El día dura casi 20 horas. Noches blancas sin un San Petersburgo que humanamente las justifique. Sólo una inmensidad índigo y verde botella aguijoneada por blancos hirientes de tan claros. Cualquier concepto anterior de ''montaña'' se transforma radicalmente. Esta se impone, cruel, ancha, sin necesidad de la existencia humana.

Los buscadores de oro encontraron aquí su propio desierto de la soledad y muchos perecieron. Por la misma mierda de siempre: el dinero. También hubo triunfadores, pues el oeste se forjó en la ruta del oro. Ahí está Juneau, el francés que a la vista de su inmensas pepitas de oro lloró de tristeza al pensar que no le alcanzaría la vida para gastar tanto dinero. Hoy, tal prohombre de la codicia da su nombre a la capital de Alaska.

Poco más adelante de Juneau, por las aguas amuralladas entre el continente y las islas, nos desembarcaron en Haines. Sin el recurso de una buena máquina sería imposible atravesar este costado semiártico de la Tierra, pero basta un doble trac con güincher y termostato. Eso, y encontrar las gasolineras abiertas y con electricidad. Fueron tres las noches en ferry desde Bellingham, al sur de Vancouver. Recuerdo que me parecieron memorables, pero no recuerdo mucho de ellas. Los glaciares. El transbordador haciendo escala en cada pequeño puerto, como camión de pueblo en el rincón secreto de un lentísimo océano. Las tierras a la vista pertenecían a los caribúes y los lobos. La vegetación, pude constatar, era bizarra como en el desierto de Virikuta, aunque en presencia de mucha más agua. Valga decir, un agua dura.

Tras los siguientes días por carretera como alma que lleva al diablo hacia Dawson perdí la noción de distancia. No sé cuántos miles de millas son demasiadas. En un escenario tan inhumano, y bajo un cielo de ese tamaño, por momentos uno siente volar. Para donde voltees es norte, a la redonda y a lo bestia.

En el estado actual del mundo, su importancia estratégica ha de tener el territorio de Yukón. Más Canadá que Alaska, la cartografía lo mantiene a salvo, relativamente, de las garras del Tío Sam. Se respira la voz de un dios mineral (como en un decir amplificado de Jorge Cuesta). Una conflagración de imanes. La taquicardia mantiene los nervios en posiciones de alerta avanzada. En esos momentos uno busca los amuletos que trae y se dispone a guardar los nuevos en la bolsita del pantalón de mezclilla arriba del bolsillo derecho. Toco mi amuleto, no lo saco. Me siento en silencio en las rocas. Abro una cerveza de vez en cuando. Aquí la tierra parece la única dueña de sí misma. No me extrañaría que se conmoviera con furia y me echara a patadas.

Si mis párpados accedieran, dormitaría. A los demás les sucede lo mismo. Por unos momentos, la noche llega. Su negrura reparadora me lleva al duermevela y me invade un vértigo extrañamente doméstico: me sueño atrapado en un anaquel a tres o cuatro metros del suelo en el cuarto de triques de alguna casa de clase media. En el Yukón las alturas carecen de fondo, pero no he sentido en las piernas las ráfagas de vértigo casi doloroso de este sueño, como el que en la vida normal siempre me desaconseja saltar a lo pendejo cuando me arrimo.

El adormecimiento no me impidió despertar cuando todo sobrevino. No podía ocurrir de otro modo, y aún así me tomó por sorpresa. Hasta entonces creía conocer los colores, las distintas consistencias de la atmósfera. Un extraterrenal estallido verde abrió la ranura cósmica y en un instante el cielo quedó inundado por la aurora boreal. Pensé en la música bonzo que imaginó Alexander Scriabin para sus últimos poemas sinfónicos.

Un lento chisporroteo naranja encendió los púrpuras y los velos citrinos que anuncian la rubia vecindad del sol. šEsto es la Galaxia! fue mi única, absurda, anticlimática exclamación. Para colmo, fue escuchada. Uno de los motociclistas llegados a los montes Ogilvie la noche anterior replicó desde una ebriedad provocada por la excepcional atmósfera:

-Exacto. La dichosa Galaxia. Y nosotros en medio.

Ante lo indescriptible me vino a la mente un ombligo que está lejos, pero lejos también del olvido. Y me dio calor suficiente para conservar el estado de alerta y sumergirme en la aurora en llamas como si una esmeralda y un zafiro me devoraran simultáneamente.

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