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México D.F. Domingo 10 de octubre de 2004

Ilán Semo

Estados Unidos: Ƒel TLC en entredicho?

Es curioso observar la indiferencia de la opinión pública mexicana frente a las elecciones en Estados Unidos. Gane el presidente George W. Bush o gane John Kerry, se dice, las relaciones entre ambos países no sufrirán cambios sustanciales. Nada, por supuesto, más absurdo. La que se libra en Washington es una batalla que pone a prueba ese bloque de poder que capitalizó la conmoción del 11 de septiembre de 2001 para emprender una guerra contra Afganistán e Irak, lesionar las relaciones con Europa, iniciar (nuevamente) una era de aislacionismo ideológico y colocar a México en algún sitio intrascendente de su política exterior. Siempre se puede decir que, con excepción de momentos críticos, la política mexicana ha sido para la Casa Blanca, con excepción de momentos críticos, un ejercicio acotado por prácticas que anticipan y desmantelan conflictos mayores, sin que ninguna de las fuerzas esenciales que componen el abigarrado rompecabezas de la política estadunidense se vea obligada a emplearse o cuestionarse a fondo. Tampoco es cierto.

Tan sólo durante la época de los años 90, Washington tomó dos decisiones que cambiaron radicalmente el contenido central de las relaciones entre ambas sociedades y el destino de cada una de ellas por separado. México acabó por norteamericanizarse y Estados Unidos se ha ido mexicanizando, si concedemos un gramo de verdad a las tesis de Huntington. La primera decisión fue el Tratado de Libre Comercio; la segunda, el respaldo financiero que William Clinton otorgó al gobierno de Ernesto Zedillo durante el crack de 1995. En 1990, Mijail Gorbachov imploraba la quinta parte de lo que se le dio al Banco de México para hacer frente a sus problemas. Y al gobierno argentino le habría bastado mucho menos para evitar la caída de 2002.

John Kerry fue el que lanzó el anzuelo, así sea como un guiño de campaña, para reabrir un periodo de discusiones sobre los saldos y el futuro del tratado comercial. Movido en parte por los sindicatos demócratas, opositores tradicionales del libre comercio con México, y en parte por la peculiar y desastrosa forma como tres administraciones mexicanas lo han administrado (Salinas, Zedillo y ahora Fox), la pregunta es: Ƒqué sigue?

La razón de este cambio es muy sencilla y obvia. Con el TLC la economía estadunidense ha perdido empleos y no ha ganado recaudación fiscal. Las corporaciones se han llevado la parte del león. Por su parte, la catastrófica gestión de la tecnocracia mexicana, que data desde los años 90, no ha hecho más que aumentar los índices de desempleo y los paisajes de desindustrialización. Visto desde la perspectiva estadunidense, esto significa más emigración y mercados cada día más reducidos para sus productos en México.

Por primera vez se abre la posibilidad real de volver a discutir esa peculiar forma que ensayaron ambos países para integrar dos economías que habían estado gobernadas por una relación eminentemente asimétrica. Asimetría que no ha hecho más que crecer.

Una ojeada a los principales rubros del acuerdo comercial mostraría que si bien la economía del vecino se resguardó candados y privilegios, la economía mexicana recibió oportunidades que no ha tenido ningún otro país en el orbe.

Con la décima parte de esas oportunidades, China encontró el camino para insertarse en la economía del gigante con ventajas evidentes. Y el argumento de que las inversiones fluyen a China y no a México por los bajos salarios que se pagan en Pekín lo puede refutar un estudiante de primer semestre.

Si los salarios bajos fueran el factor determinante que atrae capitales, las inversiones mundiales deberían estar concentradas en Haití, Honduras o Panamá. Nada de eso sucede.

No son los salarios bajos sino la productividad lo que atrae las inversiones. Léase: el precio internacional de los bienes producidos en el mercado nacional. Pero productividad significa niveles altos de educación, cadenas tecnológicas, confiabilidad institucional, mercado interno, etcétera.

Que el TLC no haya sido capitalizado por la economía mexicana es un asunto que compete, esencialmente, a la sociedad mexicana, y no a los fantasmas que fabulamos cíclicamente sobre el ogro del norte. El carácter oligárquico del estamento empresarial, una tecnocracia doctrinaria, maximalista, dogmática, un sistema educativo dominado por instituciones "patito" y una distribución del ingreso sin proporción alguna con el PIB convirtieron al TLC en una empresa dudosa, ahora para ambas partes.

La tecnocracia mexicana, es decir, la lumpentecnocracia (para quien recuerdan definiciones antiguas) ya quemó sus naves de "eficiencia" en la relación con Estados Unidos. Toca a la centroizquerda darle al tratado un sesgo esencialmente distinto. Pero con slogans como "la economía autosustentable", el "desarrollo autónomo" y otras charlatanerías que no hacen más que contrabandear el vetusto nacionalismo económico, con otras palabras, la visón de una opción que sea simultáneamente global y social queda clausurada. Y con ello la posibilidad de dar un giro beneficioso al Tratado de Libre Comercio.

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