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México D.F. Domingo 17 de octubre de 2004

Carlos Bonfil

Las estaciones de la vida

El cine coreano es poco difundido en México. Lo más reciente, una breve retrospectiva en la Cineteca (febrero 04), y anteriormente el éxito sentimental Todos los caminos llevan a casa, de Jeong-hyang Lee, y la muy perturbadora Mentiras, de Sun-Woo Jang. Sin embargo, lo más notable del cine de Corea del Sur es el trabajo de tres realizadores prácticamente desconocidos en nuestro país: Lee Chang-dong (Peppermint Candy), Im Kwon-taek (Ebrio de mujeres y de pintura), y Kim Ki-duk (La isla, Dirección desconocida, Samaria), cineasta de culto, figura de escándalo por la crudeza de su realismo, dueño de una vigorosa expresión plástica, derivada tal vez de su primera profesión de pintor ambulante, practicada en su juventud, durante un breve auto exilio parisino.

Por lo general las realizaciones de los cineastas mencionados se exhiben en el circuito de los festivales internacionales de cine, y llegan ocasionalmente, y a cuenta gotas, a las pantallas europeas o a algún cine-club neoyorkino, para luego tener una trayectoria más bien azarosa en sus propios países. A pesar de la notable calidad de algunas de estas obras, y en parte por el rumor de escándalo que a veces las acompaña, pocos distribuidores se animan a comprar y difundir dichas cintas en nuestro país.

Por esta razón, sorprende hoy la exhibición comercial, en siete salas capitalinas, de una de las cintas más recientes de Kim Ki-duk, Las estaciones de la vida (Spring, summer, automn, winter... spring, 2003). Lo que posiblemente haya decidido dicha distribución es que el autor de 44 años marca aquí un fuerte contraste con sus temáticas anteriores, consideradas difíciles o escandalosas (violencia sexual, análisis refinado de la conducta masoquista, sexualidad explícita), para elegir una parábola budista sobre el comportamiento humano a lo largo de cuatro fases de la vida (infancia, juventud, madurez, vejez), emparentadas a los ciclos de la naturaleza.

Las imágenes del camarógrafo Back Dong-hyung son, desde un inicio, sugerentes: un lago rodeado de montañas, los vapores que se confunden con la neblina en una calma perfecta; una casa flotante, islote de iniciación espiritual y punto cardinal en la sucesión de las cuatro estaciones del relato.

Un niño de cuatro años, aprendiz de monje, goza torturando a los animales silvestres: amarra un guijarro en la pata de una rana, en el cuerpo de un pez, en el de una serpiente, y luego los abandona vivos, a su suerte. La disciplina que le impone su maestro es memorable, y tiene que ver con la responsabilidad de cargar la vida entera con el mismo sufrimiento infligido. Esta es la primera parábola de la infancia-primavera. Seguirán otras para el mismo personaje en las diversas etapas de su vida, relacionadas algunas con el amor y su poder desestabilizador y destructivo ("El deseo físico puede engendrar el deseo de matar"); otra, con el duelo y los obstáculos para la redención; una más, con la auto inmolación que purifica al ser humano y sus reacciones instintivas más oscuras.

Las obras de Kim Ki-duk desconocidas en México presentan situaciones extremas, de una violencia en ocasiones insostenible: en Samaria (La samaritana), una colegiala decide prostituirse a la muerte de su mejor amiga con el fin de restituir a sus clientes el dinero que aquella les cobrara al ejercer lúdicamente el mismo oficio. Una cadena de venganzas sangrientas acompaña al relato de violencia sexual y paidofilia. En La isla, una mujer muda se empecina en apoderarse del cuerpo y la voluntad de un hombre, destruyendo a todos los seres que obstaculizan su empresa. El entorno natural es casi el mismo que en Las estaciones de la vida, pero el tono del relato y la naturaleza de las reflexiones filosóficas ha cambiado sustancialmente. Persisten sin embargo la crueldad en el retrato de la naturaleza humana, el escepticismo ante las pasiones humanas, el anhelo de redención -llamado tal vez aquí a triunfar sobre la fatalidad-, y hay incluso espacio para alguna imagen humorística (como la de un gato involuntariamente pintor de sutras, los textos religiosos). Una obra original, de gran belleza plástica, de cuyo éxito depende la difusión de otras cintas de Kim Ki-duk en nuestro país.

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