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E D I T O R I A L
 

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México D.F. Lunes 8 de noviembre de 2004

 


Bush: saldos de la victoria

Si la política exterior unilateral, arbitraria y violenta de Estados Unidos durante el primer periodo presidencial de George W. Bush provocó los peores disensos desde la Segunda Guerra Mundial entre la superpotencia y la mayor parte de sus aliados históricos, el triunfo electoral del republicano dejó al descubierto, en su propio país, una división política e ideológica sin precedentes. Horas después de concluidos los comicios del martes, mientras Bush y el candidato derrotado, el demócrata John Kerry, llamaban a restaurar la unidad nacional, cientos de miles de ciudadanos estadunidenses realizaban consultas telefónicas o internéticas a las oficinas de inmigración de Canadá, Nueva Zelanda y otros países con la intención de abandonar el suyo, y millones de habitantes lúcidos y de buena voluntad de la nación vecina se encuentran todavía en estado de depresión poselectoral, pese a los llamados de intelectuales antibushistas a no dejarse vencer por el abatimiento y a retomar la organización y el activismo contra la Casa Blanca. El trauma de la relección se ha expresado, en su forma más extrema, en el suicidio de un joven neoyorquino.

La fractura estadunidense no tiene que ver con los dos partidos tradicionales, casi siempre cómplices en los peores aspectos de la política exterior y dispuestos a encubrirse mutuamente en los momentos de crisis, sino que demarca a dos sociedades profundamente diferentes que coexisten en el mismo territorio y bajo la misma institucionalidad política: de un lado se encuentra el Estados Unidos socialmente moderno, cosmopolita y abierto a las influencias externas, tolerante, plural y preocupado por la preservación de las libertades y los derechos civiles; del otro está la sociedad predominantemente rural y suburbana, férreamente religiosa y tradicionalista, preponderantemente blanca, individualista hasta el tuétano, desconfiada hasta la xenofobia de todo lo que tenga que ver con el extranjero, y preocupada hasta la paranoia con una seguridad personal que se extiende, sin solución de continuidad, hasta la seguridad nacional: nadie encarna mejor que Bush, en el ámbito institucional, las obsesiones de los ciudadanos que cultivan el arte de sentirse amenazados, viven sobre sótanos repletos de víveres y agua embotellada, llenan sus armarios con armas de fuego y munición abundante, y se disponen todos los días a sobrevivir a los comunistas, a los terroristas, a los extraterrestres o a cualquier escenario de colapso nacional.

Ciertamente, la convivencia con esos estratos de pensamiento rudimentario y casi medieval y que, para colmo, se revelaron mayoritarios en los comicios del pasado martes, tiene que ser deprimente para cualquiera que tenga horizontes mentales más amplios y que haya logrado transitar de la moralina de pueblo a los valores éticos universales; la desesperanza se acentúa si se considera que los sectores ultraconservadores han logrado mantenerse en el poder político, de la mano de una mafia corporativa que no duda en destruir un país para ofrecer a sus consorcios, como Halliburton, buenas oportunidades de negocio; para colmo, a pesar de los hipócritas llamados de Bush a la "unidad nacional", es evidente que el ocupante de la Casa Blanca se apresta a librar, durante su segundo periodo, una batalla para imponer a todo el país su ignorancia -el Presidente cree que la visión creacionista bíblica debe tener, en la educación pública, el mismo rango que la teoría de la evolución- y su puritanismo de predicador, como dejan traslucir los preparativos que desde ahora se realizan en el círculo presidencial para promover una enmienda constitucional orientada a la prohibición absoluta de los matrimonios entre personas del mismo sexo.

Igualmente grave que el fundamentalismo cristiano de Bush es su faceta de hombre de negocios, la cual se apresta a invertir más vidas de iraquíes y de jóvenes estadunidenses para consolidar el territorio iraquí como botín de inversionistas, expandir los mercados de la industria armamentista y petrolera y asegurar la perpetuación de una consigna hueca y absurda -la "guerra contra el terrorismo"- como mecanismo de extorsión política para mantener siempre estimulado el miedo de la población.

En este escenario desolador y exasperante debe valorarse, sin embargo, el protagonismo político de millones de estadunidenses que, por primera vez en la historia de su país, se movilizaron en forma organizada para resistir los asaltos del conservadurismo belicista aliado al faccionalismo empresarial que conforma la base electoral de Bush. Si ese impulso democratizador, pacifista, ético y lúcido logra sobreponerse a la derrota del 2 de noviembre y evita su cooptación por el Partido Demócrata, el panorama político del país vecino se verá transformado de manera profunda y trascendente por el surgimiento de una alternativa política progresista real -más allá de la insustancialidad de los demócratas y del carácter meramente testimonial y simbólico de Ralph Nader- y capaz, a mediano plazo, de salvar a Estados Unidos del desastre imperial al que está siendo conducido en la circunstancia presente.


 

 
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