Número 108 | Jueves 7de julio de 2005
Director fundador: CARLOS PAYAN VELVER
Directora general: CARMEN LIRA SAADE
Director: Alejandro Brito Lemus

La antipatía activa
por la muerte
Joaquín Hurtado es un desestabilizador de ideas preconcebidas, de falsas esperanzas y de espejismos moralistas. Así lo han atestiguado estas páginas que por casi una década han reproducido sus irreverentes crónicas del vivir cotidiano con VIH. En esta colaboración, leída en la XIX Semana Cultural Lésbico Gay, el autor de la columna Crónica Sero reflexiona sobre el impacto y significado de este suplemento.
Por Joaquín Hurtado
El cineasta Emir Kusturica dice que todavía sigue buscando su ciudad, Sarajevo. La guerra se la arrebató. A mí también me robaron mi ciudad. Veinte años hace de aquello. He arañado aquí y allá tratando de recobrar el camino a casa. Mi ciudad me la quitaron no con obuses ni bala de metralla, sino con un papelito con letrotas asesinas (¡para que no quede duda, pecadores insumisos!): VIH+.

Adiós presente. Adiós futuro. Adiós papá, mamá, esposa, hijo, cielo, sol, calle, muchachos, cuerpo mío. Tuve que volver a aprender el lenguaje de la vida, que para fines prácticos es el idioma que se comprime en la palabra esperanza.

No olvido, porque la desmemoria voluntaria es una forma de la claudicación. No olvido que palabra que aprendía, palabra que me era arrebatada, arrastrada por el vendaval lingüístico detrás de la nube negra del acrónimo SIDA. Así con mayúsculas. SIDA: boleto sólo de ida. Sin retorno aparente para quienes nos embarcamos en los lagos celosamente custodiados por Caronte. Me quedé sin habla. Me quedé sin vocablos para siquiera levantar las manos en defensa propia. Y con Dios me quedé y con un coro de diablos rondando mi cama, susurrando: ¡por puto, por puto, por puto!
Mi mujer no quería pero el médico insistió: varias semanas me mandó a dormir aparte. El bebé en su cuarto, esperando sin saber el navajazo clínico de un Western Blot que se le habría de repetir por enésima vez. Desangrándolo literal y metafóricamente. Y yo sin sustantivos, sin verbos, adverbios ni nervios; sin garganta, puros ojos pelones en cada sangría.
— Ven y acuéstate a mi lado, no puedo dormir, no puedo verte así; no le hace que me contagies— decía mi mujer.

Yo callado, allá en el fondo, en los abismos más oscuros del océano más helado. Tenía miedo de hacerle daño. Más daño del ya causado. No olvidaba su advertencia: "si el niño sale mal te mato, luego me doy un pinche balazo". Punto final al monólogo de los locos. Dos colchas sobre la helada losa del suelo. Sobre la almohada iba dejando las secreciones sanguinolentas de mi herpes zoster madurado.

¿ Qué vida es esa, qué vida es esta sin abrazos, sin risas, sin manos, sin caricias que me regresaran a la dimensión humana? Me familiarizaba con la puerta de los muertos y me desfamiliarizaba de la ventana donde estaban los ojos atónitos de mi mujer, único lazo con la realidad. Expoliado, desfoliado, desplazado, desalmado, salvaje, viví la larga noche de los exiliados.

¿ Qué podía hacer frente al mandato oficial de aquél médico que me pidió sólo dos cosas como “favor” después del diagnóstico: “no contagies a más inocentes y vete comprando tu cajón de difunto”? Así como lo oyen. No medias tintas, no información, no piedad. Las palabras aplastan, matan y rematan. Entierran en vida a quien ha sido previamente derribado del vulgar andamiaje de las certezas donde solemos andar sin deberla ni temerla.

Pero si la palabra mata, la palabra también puede curarnos. De casualidad cayó en mis manos un ejemplar de Sociedad y Sida, aquél suplemento que editaban Paco Galván y sus amigos en El Nacional. El torbellino autodestructivo se detuvo repentinamente dentro de mi desamueblado cerebro. Me dio una tregua. Ve y habla con ellos, después decides si te pegas un tiro— me dije. La tregua sirvió de paliativo a mi dolor, un tentempié a mi tragedia. Mi lengua dejó de pronunciar los verbos descarnados del desahucio. Leía vorazmente los suplementos mensuales y así solté anclajes conceptuales, lastres moralinos, ideas rancias, prejuicios pestilentes, miedos amontonados como cadáveres putrefactos entre las costillas.

El viaje de regreso fue tortuoso. No estaba solo. No era el único que tocaba puertas, dudaba, quería saber. Por aquel suplemento me enteré que había centenares como yo, o en peor situación; con desánimo supe que había pocas alternativas terapéuticas, lentos avances en los descubrimientos, cero vacunas; mucha rabia acumulada, tantísimo odio contra nosotros cociéndose a fuego lento en la extrema derecha de mi Patria; toneladas de innombrables actos de desprecio y terror hacia los afectados de parte de quienes debían protegernos.

En aquellos días empecé a atisbar que había la posibilidad de conformar nuevas células sociales, nuevos códigos gregarios para reinventar mi identidad. Me perdoné cuando fui perdonado por la mirada clara y cabal de los otros.

Paco Galván nos duró tan poco. Sin embargo nos legó una brecha, un camino desbrozado, un instrumento de lucha. Un sueño que hasta la fecha seguimos contando entre los activos de la resistencia moral de este país. Activa resistencia ética, cultural, social, política, sexual. Escrita con la sangre de los vivos y de los muertos. Redactada con la furia de una pasión inagotable, la pasión que se opone con la imaginación, la ciencia y el corazón a dividir la realidad en positivos y negativos, sanos y enfermos, derechos y chuecas; la pasión ejemplar que combate a aquellos que pretenden convertirme en un “extranjero interior”; la incansable pasión contraria al que quiere marcar, excluir y suprimir, poniendo en peligro la sana convivencia de lo diverso.

Monsiváis, Poniatowska, Lamas, Brito, Bonfil, Díaz Betancourt, Ligouri, Huerdo, y docenas de guerreros, le dieron significancia a lo aparentemente insignificante en una sociedad alelada, olvidadiza, indolente: le dieron forma y contenido a Letra S. Sensatez y mucho seso contra el servilismo de la ignorancia. Ya sabemos a que saben todas estas eses.

Casi desde su origen, y por la generosidad de los editores y lectores, he tenido el privilegio de escribir en este suplemento las eses de mi sangre, mi semen, mi sexo, mi seropositividad, mi sudor, mis sueños, mis sapos, mis síntomas, mis sanguijuelas, mis sábanas, mis sainetes, mi sarcasmo, mi sal, mis sombras, mi saliva, mi sinceridad, mi sufrimiento, mi satisfacciones. Mi salud.

Diez años de Letra S, que ha trascendido fronteras, murallas, horizontes. Diez años que de manera impaciente, valiente, un equipo interdisciplinario de humanistas nos han regresado a muchos la ciudad arrebatada, la ciudadanía escatimada, y una nueva lengua para reconstruir una sociedad más abierta. Y la furtiva esperanza. Palabra seria y pesada: Esperanza.
Diez años que son los mejores y más intensos de mi vida. Dice Savater que sólo es bueno el que siente una antipatía activa por la muerte. Pues a mí la palabra SIDA, con mayúsculas, me mató. Pero las palabras que le son antipáticas al sida me han salvado. El suplemento Letra S nos obsequia noticias de esas palabras, novedades del frente que tiene casi todo en contra.