Usted está aquí: miércoles 5 de octubre de 2005 Política Narcolimosnas

Bernardo Barranco V.

Narcolimosnas

A pesar de que la temperatura en torno a las narcolimosnas esté descendiendo, me gustaría someter a su consideración algunas reflexiones porque el tema pone en cuestión la autoridad moral y los principios doctrinales de un actor central en la historia de nuestro país: la Iglesia católica. El asunto no es nuevo ni mucho menos inédito como para escandalizar a analistas advenedizos; sin embargo, cada vez que resurge en la opinión pública se reciclan reflexiones y actitudes que no ayudan a avanzar en el tema. En primer lugar, debemos reconocer que desde hace 20 años el narcotráfico ha venido instalándose en nuestra realidad, ha penetrado los aparatos policiales, los órganos de justicia, el sistema financiero, a prominentes grupos políticos y empresariales; por tanto, es lógico no sólo sospechar, sino constatar que también ha tocado a las Iglesias, en particular a la católica.

La Iglesia católica no se desarrolla aislada de la sociedad; sus múltiples vasos comunicantes la exponen ante todos los fenómenos sociales. La Iglesia recibe de manera diversa las tendencias de la sociedad, las procesa bajo sus principios e identidad, y de manera también desigual interactúa con ellas bajo el principio de la autoridad y la disciplina. Por ello, no resulta nada extraño observar que mientras para algunos obispos resulta hasta normal recibir donativos provenientes del narco, para otros constituye un acto de desvergüenza e inmoralidad. Las declaraciones detonantes de monseñor Ramón Godínez Flores, obispo de Aguascalientes, han sido inoportunas y desafortunadas. A pesar de sus esfuerzos aclaratorios, sus palabras contradicen el discurso del papa Benedicto XVI, quien desde Roma deplora el avance e influencia del narcotráfico en toda la sociedad mexicana. Godínez no es cualquier obispo de provincia que tuvo un traspié, porque fue secretario general de la Conferencia General del Episcopado Mexicano (CEM) entre 1991 y 1998, es decir, durante siete años cargó sobre la espalda la complicada agenda de los obispos en este país. Siempre fue prudente y abierto; sin embargo, ahora desató involuntariamente un revuelo que permite mirar a la Iglesia realmente existente, sin sus muchas máscaras doctrinales, dialogando con la sociedad real.

Más que recibir dineros mal habidos o pactar con el crimen organizado, la cuestión de las narcolimosnas pone al descubierto fenómenos sociales más profundos. Primero, la religiosidad y superstición de los narcotraficantes, en su mayoría de origen popular, que constantemente viven al filo de la navaja desarrollando vínculos fatídicos con las deidades y fetiches sobrenaturales. Los narcocorridos manifiestan la relación fatalista entre la vida y la muerte, sus generosas aportaciones a las Iglesias -no sólo a la católica, habría que enfatizar- son talismánicas y peticionistas de mantos de protección. Son también mezclas de magia, esoterismo, con rasgos del viejo catolicismo tradicional providencialista. Hemos situado estas prácticas desde las sectas satánicas que sacudieron a la opinión pública en los ochentas: el culto a Jesús Malverde, en Sinaloa, hasta la veneración a la Santa Muerte en el centro-sur del país, entre muchas otras.

Por su parte, la Iglesia católica no puede ocultar una vieja relación con la cultura del narco. Sin remontarnos tan lejos, situamos el magnicidio, en mayo de 1993, del cardenal de Guadalajara, Juan Jesús Posadas Ocampo, en medio de confusiones, denuncias y confesiones entre bandas de narco con el clero. El misterioso papel del padre Montaño, que vive en la sombra actualmente en algún lugar de Estados Unidos, fungiendo de mediador entre los hermanos Arellano Félix, el entonces nuncio Girolamo Prigione y la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Cómo olvidar la homilía del sacerdote Raúl Soto, canónigo de la Basílica de Guadalupe, cuando exhortó en 1995 a que más mexicanos siguieran el ejemplo de Rafael Caro Quintero y Amado Carrillo, quienes entregaron donaciones millonarias a la Iglesia. El proceso y averiguación que se siguió al actual cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Iñiguez, por lavado de dinero. Aquí se entrelazan las grandes cantidades de dinero lavado hacia las Iglesia y los apoyos económicos para fortalecer la infraestructura eclesiástica. La construcción de grandes seminarios y parroquias en territorios rurales dominados por el narco; edificación de lujosas casas parroquiales como en la que vivía en Ciudad Juárez el propio Posadas.

Hay una larga lista de hechos que confirman vínculos entre el clero y el narco en los que ni las autoridades religiosas ni las del Estado han querido profundizar. En ningún momento afirmamos que la relación entre el narcotráfico y el clero sea total ni estructural. Pero existe en ciertos sectores eclesiales entre el bajo y alto clero que conviven con descaro y atrevimiento. Esta conexión coloca a la Iglesia en una incómoda posición porque pone de manifiesto cierta disociación entre su doctrina y su práctica. Incongruencia entre sus principios e identidad con la conducta de muchos de sus prominentes representantes. Al igual que los escándalos sobre pederastia en que institucionalmente la jerarquía ocultó y arropó a muchos agresores, las narcolimosnas cuestionan el discurso de la defensa de la vida (aborto, anticoncepción, eutanasia, biogenética, etcétera) cuando son capaces algunos de sus miembros de recibir acríticamente recursos, apoyos y dineros de una cultura de la muerte y del crimen organizado. Esta contradicción tiene la ventaja, para muchos, de poner los principios históricos de la Iglesia en territorios profanos.

 
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