Usted está aquí: viernes 17 de marzo de 2006 Cultura Dante y Kurosawa hicieron esquina con Schubert y Strauss en el Auditorio Nacional

Embeleso y frustración durante el concierto de la Filarmónica de Viena

Dante y Kurosawa hicieron esquina con Schubert y Strauss en el Auditorio Nacional

Sólo los ocupantes de las primeras filas pudieron escuchar el sonido real de la orquesta

El resto del público fue sometido a la distorsión inevitable de los micrófonos

PABLO ESPINOSA

Ampliar la imagen Reflejo en una de las particellas de la Orquesta Filarmónica de Viena, en México Foto: Roberto García Ortiz

La noche del miércoles sonaron cuatro partituras austriacas, una alemana y una italiana con la Filarmónica de Viena bajo la batuta del napolitano Riccardo Mutti ante 10 mil espectadores en lo que fue el tercer concierto en México de una de las dos mejores orquestas del planeta, reconocimiento que comparte con la Filarmónica de Berlín, en su segunda visita al país, la primera de las cuales ocurrió en octubre de 1981 dirigida por el alemán-argentino-suizo Carlos Kleiber en la ciudad de Guanajuato. El segundo de estos tres conciertos ocurrió la noche del lunes en la capital de Nuevo León.

Las cuatro partituras austriacas fueron la Obertura El arpa mágica, también conocida como Rosamunda, y la Cuarta Sinfonía de Schubert; también, la Sinfonía 35, llamada Haffner, de Mozart, y el vals Indigo, de Johann Strauss, a manera de regalo. La obra alemana: Muerte y transfiguración, de Richard Strauss. La italiana: la obertura para La Forza del Destino, de Giuseppe Verdi, también a manera de encore, o bis, o ñapa.

Los resultados de tal velada de excepción pueden ser narrados de manera semejante al recurso estilizado por Akira Kurosawa en Rashomon, de modo que la mayoría se mostró más que satisfecha, embelesada por la ocasión y por el simple hecho de que ocurriera, mientras otros circunstantes confirmaron sus temores de una debacle debido a la utilización, contranatura según ellos, de micrófonos para amplificar el sonido natural y convertirlo en algo terrorífico en un local que no está diseñado para sala de conciertos de música sinfónica.

Otros más, de acuerdo con el procedimiento de Kurosawa, decidieron establecerse en un sabroso debate a propósito de los inconvenientes de la tecnología y las conveniencias de la masificación de lo no masificable.

La respuesta estuvo en el viento

A continuación, entonces, una de las maneras rashomónicas y quizá salomónicas de dar cuenta de lo ocurrido:

El concierto de la Filarmónica de Viena en el Auditorio Nacional la noche del miércoles 15 de marzo puede resumirse en un término asaz de contundente: dantesco.

Ese vocablo suele esgrimirse a la ligera de manera equivocada, para referirse a un incendio -uno de los lugares comunes periodísticos, por cierto- o bien a un episodio cruento, o para ponerlo otra vez en el lenguaje de los tópicos: ''infernal".

El concierto de la Filarmónica de Viena no fue dantesco en ese sentido, sino en el más extenso y cabal, teniendo en cuenta que La Divina Comedia, la obra maestra de Dante Alighieri escrita en tercetos, está compuesta a su vez en tres partes complementarias e indivisibles: Infierno, Purgatorio y Paraíso.

También puede plantearse el resultado de dicho concierto con una aporía, o mejor: una terrible paradoja: ¿cómo es posible que un concierto con una de las dos mejores orquestas del planeta suene al mismo tiempo paradisiaco y espantoso?

La respuesta estuvo en el viento, pues los micrófonos que por las leyes de la física hubieron de ser dispuestos encima de la orquesta, distorsionaron la realidad, es decir, el sonido de Paraíso que posee ese conjunto orquestal, mediante una purga natural (Purgatorio), debido a esas mismas leyes científicas, para que los oídos más conocedores hayan conocido al mismo tiempo el Paraíso y el Infierno a manera de metáfora convertida en calabaza antes de la medianoche.

Porque, por ejemplo, el sonido del timbal en el momento en el que el cuerpo se rompe para que el alma se desprenda, en el momento culminante de la partitura de Richard Strauss, Muerte y transfiguración, es un mazazo seco y repetido que rebota en el plexo solar y en el bajo vientre del escucha en una sala de conciertos cabal, pero ese no fue el caso, porque ese redoble de timbal fue repartido por las leyes de la física de manera aleatoria, incontrolable como es la naturaleza, por toda la inmensa oquedad del Auditorio Nacional.

Para abonar el debate en torno al uso de la tecnología en cuestiones humanísticas, viene al caso la negativa rotunda que sostuvo en vida el mejor -para muchos- director de orquesta de la historia, el rumano Sergiu Celibidache (1912-1996), quien sostuvo siempre que la música es una experiencia viva, y su teoría del tempo la mantuvo en torno a lo que denominó el epifenómeno de la música, que es la aparición de los sonidos divididos a partir de la nota principal y que el tempo no es una medida metronómica sino la riqueza poética que da como resultado la complejidad del sonido, determinada por la partitura, la capacidad de los músicos y la acústica de la sala. También sostuvo y demostró físicamente que los micrófonos, como masas de sonido que son, generan sus propias vibraciones y devuelven al oído humano una realidad distorsionada, distinta del fenómeno musical.

De manera que los rashomónicos defraudados por el concierto del miércoles en el Auditorio Nacional apelaron a esa distorsión para darse por timados ante el resultado sonoro.

Entre lo acústico y lo artificial

La Jornada consultó a un experto, el maestro Luis Pérez, quien estuvo ubicado en la tercera fila de la inmensa sala y pudo así disfrutar del sonido natural de la orquesta. Lo único que añoró este melómano conocedor fue la resonancia natural de una sala de conciertos, pues el Auditorio Nacional no lo es.

El lugar asignado a este periódico en ese inmenso foro era como una frontera entre lo acústico y lo artificial, pues desde la fila siete del balcón izquierdo orquesta, derecha espectador, se podía constatar una buena parte del sonido original de la orquesta, pero en su mayoría sonó la distorsión de las bocinotas. Algo así como el Purgatorio, que como sabemos se ubica en la obra de Dante entre el Infierno y el Paraíso.

Desde ahí, desde esa butaca purgatoria, se pudo palpar el sonido maravilloso que posee la Filarmónica de Viena, el mismo que pudimos escuchar en Guanajuato hace 25 años con el semidios Carlos Kleiber a la batuta dirigiendo la Quinta Sinfonía de Beethoven y el mismo que pudimos constatar hace 10 años en la Musikverein, que es la sala sede de esta orquesta en Viena, bajo la batuta del hoy accidentado director James Levine dirigiendo la Quinta Sinfonía de Mahler.

También desde esa butaca del Auditorio Nacional se pudo percibir la imaginación de Riccardo Muti, quien es un gran director aunque no llegue a la condición de semidiós de Kleiber ni su paisano (de Muti) Abbado ni su maestro (de ambos) Leonard Bernstein, amado por los músicos de Viena.

Esa imaginación mutiana exhibió audacias en Schubert tales como aproximarlo a Beethoven y a Mendelssohn, así como aproximar a Strauss, el alemán, no el de los valses que vienen de Viena, con Gustav Mahler, especialmente en el clímax final de Muerte y transfiguración, siguiendo un acierto ideado por Eduardo Mata, otro director de dimensiones colosales, quien entendió y puso en práctica el principio mahleriano del uso del arpa como un umbral entre la vida y la eternidad.

Con el testimonio de menos de una decena de narradores construyó Kurosawa su obra maestra Rashomon.

La noche del miércoles en el Auditorio Nacional sonaron cuatro obras maestras austriacas, una alemana y una italiana bajo la mirada y los oídos y los plexos solares y los bajos vientres de 10 mil espectadores, es decir, 10 mil posibles narradores.

Así que la pregunta está en el viento: ¿Infierno? ¿Paraíso? ¿Purgatorio?

 
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