Usted está aquí: jueves 30 de marzo de 2006 Cultura Ladrones

Olga Harmony

Ladrones

Con este poco afortunado título se estrena la obra de Frederich von Schiller, generalmente conocida como Los bandidos o Los bandoleros, lo que no solamente da la idea de pertenencia a una banda, sino que indica a los malhechores que cometen sus crímenes en despoblado. Sabido es que el autor alemán, nacido en Baviera, la escribió en los revueltos tiempos en que el país no se consolidaba, sino que tenía grandes resabios del feudalismo, aunque ya soplaban los vientos de la Ilustración y existía gran descontento entre el pueblo y los pequeños burgueses, por lo que para su estreno en Manheim fue obligado a cambiarle la fecha y darla en el siglo XV por temor a que el tirano Carlos Eugenio no la permitiera. Carlos Moor, el protagonista, dice a sus secuaces, antes de dar su condado a dos de ellos y buscar a un humilde labriego para que lo entregue y pueda ganar la recompensa: ''¡Servid a un rey que luche por los derechos de la humanidad!'' Esto en el original, porque la dramaturgia de David Hevia, también director, da un significado diferente a la obra, que tuvo un gran éxito al extremo de que unos jóvenes estudiantes de Leipzig formaron una banda y se dedicaran al pillaje. Más allá del bandidaje, este primer texto de Schiller se considera un grito contra los abusos de los pequeños señores feudales.

También es sabido que Schiller perteneció a la corriente del Strum und Drang (Tempestad e impulso) que tomó su nombre de la obra -antes llamada Revoltijo- de Max Klunger que revolucionó la dramaturgia al negar la construcción aristotélica. Con estos antecedentes se puede entrar en la adaptación y dirección de Hevia. Ubica, escénicamente, la acción en nuestro tiempo con la escenografía de Mónica Raya que consiste en un chaise longue y un gran marco -que después contendrá el retrato grupal de los actores- y en un extremo un taxi desvencijado. Este será el lugar de los bandidos, presentados como un punk travesti, una musulmana -lo que tendrá mayor sentido en Europa- y algunos otros seres marginados -con un buen vestuario de Junior Paulino- que igualmente formarán su banda. Es una buena idea del director y adaptador, que también mezcla mexicanismos en su texto para constatar la rebeldía de la pobre gente en todas partes del mundo. Al contrario, los cambios, sobre todo del final, son poco acertados. Resultan inverosímiles los suicidios de Franz y de Schweizer, como también el parricidio que comete Karl y aun la muerte de Amalia es muy efectista pero confusa.

Escapa a mi comprensión la razón de que se introduzca en algún momento lo grotesco, como la horrenda peluca del viejo conde, más de teatro de aficionados que de profesionales, que ridiculizan al buen actor que es Diego Jáuregui o los lentes absurdos con que Amalia lee el pasaje bíblico, los movimientos de la actriz y su fea manera de hablar, en una escena que debiera ser patética. Hevia divide en la primera parte los ámbitos del castillo y del coche desvencijado, aunque en un momento dado Karl invade el otro espacio. En la segunda parte, el taxi ha desaparecido, se muestra el retrato en el marco que luego asciende y se abre el telón al butaquerío (vacío, porque los espectadores están en el mismo escenario) en donde está la supuesta mazmorra y en donde aparecerán los bandidos, en un momento teatralmente muy eficaz, aunque la escena final de Karl se torne, por lo menos para mí, en incomprensible. La gran descortesía de David Hevia al decir que la función para la crítica y la prensa especializada era un ensayo general dado para que se diera a conocer esta obra, generalmente ignorada, se condice poco con los cambios que hizo al clásico alemán, que así se aleja del conocimiento cabal de su público mexicano que seguirá ignorándolo tal cual es.

Un buen villano es un personaje muy rico, como saben los actores, y el director acentúa los momentos de Franz en demérito de muchos de los bandidos. Juan Carlos Remolina -que es bastante más apuesto que su personaje- está en verdad excelente y contrasta con la debilidad de Guillermo Larrea, lejano del audaz Karl, a quien tampoco presta todos sus matices. Diego Jáuregui como un apagado y cansino conde Moor y Carolina Politti con los desniveles que la dirección le marca. Bien y cumplido el resto del reparto, muy largo para enumerarlo completo en esta escenificación que se completa con la música original de Pablo Valero y la iluminación de Sergio Villegas.

 
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