Usted está aquí: lunes 4 de septiembre de 2006 Cultura Caperucita al revés

Hermann Bellinghausen

Caperucita al revés

El aire pega lento, pesado, caliente por el lado del desierto y pone a todos en el pueblo bajo sombra. Cualquier pretexto es bueno para meterse en las casas. Nadie anda al rayo del sol en esa hora vertical, a menos que tenga que. Los hombres del campo, sí. Curtidos ya de fortaleza y resignación. El campesino del norte ve la tierra como una obligación, un camino arisco de a como toque para alcanzar otra cosa, se supone que mejor. No como el campesino del sur que ve en la tierra a la madre; en trabajarla, la vida, y sabe que tiene cargo de cuidarla mientras está en la Tierra y luego heredarla con el mismo encargo.

Hay, tal vez, un policía en el crucero, en ese pueblo grande donde por entonces "no pasa nada". No han aparecido las pandillas ociosas, el narco ni los dólares con aroma de ciudad. Pueblo de gente desconfiada, de mujeres insatisfechas, hombres mal pensados, infantes, hostiles y envidiosos.

Al centro de una de esas calles inclementes camina una niña. Los pocos carros deben esquivarla. Carga frente a sí una canasta de la tercera parte de su tamaño. Seria. El ceño de la soledad, casi una anomalía en ese rostro nuevo, liso, de chiquilla. Los demás niños juegan bajo techo a los carritos o las muñecas (fifty-fifty) y tratan de dedicar el menor tiempo posible a la tarea escolar. Sólo ella camina, trabaja, ayuda-a-la-economía-familiar. Nació en otra parte y vive con su madre en un terreno federal. Hoy fue la primera en todo el pueblo en terminar la tarea. La hizo sola, y la hizo bien.

Toca las puertas. Entra en los comercios, las oficinas públicas. "Dulce de leche" dice y repite como mantra que buscara romper las barreras de silencio que tiene la gente. Que digan que sí quieren, que cuántos, que paguen y ya. Caperucita al revés, viene de casa de la abuela que horneó los panecillos y preparó el dulce de leche, los acomodó en la canasta, los cubrió con una servilleta bordada por ella misma y se la dio para que los fuera a ofrecer al lobo allá afuera.

Es la niña que todos conocen. La única de su edad que alguna vez ha hablado con cualquier adulto del pueblo. Empleados municipales, señoras, tenderos, "meseras" del bar, policías. Zambada, el del almacén, usurero que disfraza su verdadero poder en una abarrotera que sobrevive de distribuir cervezas y traficar productos que todos necesitan, le tiene mala voluntad. Algo en ella lo delata, siente él sin reconocerlo. Esta tarde le compra. Por hacerle plática. Para darse el placer de lastimarla: tú no eres de aquí, tu origen es dudoso. Como si eso también fuera negocio suyo.

La niña recibe el dinero de la pieza vendida, no dice nada, no mira, se va. El tipo todavía le dice "adiós Clarita". Diminutivo deliberado y sin ternura que subraya su desprecio a la pequeñez de esa criatura. Todos saben que, como padre, Zambada es un tirano golpeador, y ostenta una casa chica bastante grande, a dos cuadras de su almacén.Y qué. El pueblo merece by the way un monumento a la Doble Moral, como pocos. El desdén es moneda de cambio. La competencia, una religión económica. La gente carga aires desesperados de falsa superioridad y miedo a la propia insignificancia.

Otra vez a la calle, a intuir sombra. La niña aprieta los dientes. Dice "no voy a llorar". No llora. Es más, no está, y las lomas, allá lejos, le prometen que existe otro lugar. Toca más puertas. En una abre una condiscípula de la primaria que la mira con burla caramelosa y se deleita en decir no, hoy no queremos dulce de leche. Ni siquiera le pregunta a su mamá. Mañana en la escuela fulminará a la niña remachando (escarnio general) la noticia de su condición proletaria y asoledada.

Grandes y chicos ignoran que la vendedora de dulce tiene la sonrisa más bonita del mundo. Ninguno merece conocer su verdadero rostro. Hasta donde se guarda registro, es la única niña del pueblo que no tiene muñecas. Con trabajos, cama, como también especifica el censo municipal.

Una grandeza brinca en su pecho. Le sale los lunes en los honores a la bandera. Le da el impulso de un heroísmo que aquí se antoja imposible, sacrificio inútil, y mejor lo transmuta en un sueño. Su sueño.

Carece de explicación para el hecho de ser diferente. Vislumbra que en otra parte existe una bella intensidad que aquí no imaginan y jamás conocerán. Ya esa intuición la libera, la va creando, la amolda, y ella la pone en juego cada que cierra los ojos y encuentra atrás del pensamiento una luminosidad con más verdes y más azules de los que aquí hay. En momentos que nadie la mira y no mira a nadie, sonríe. Intuye músicas que escuchará. Poemas que leerá, escribirá o inspirará. Sabe que vale por sí misma, que lo probará cuando se vaya de este pueblo plano y feo donde su cabellera rojiza, un poco rubia bajo un sol sin clemencia, brilla hermosamente, y sus ojos son el único sitio donde asoma la profundidad.

Amar la vida cuesta, pero vale la pena. Ella cree, sin alternativa, que lejos de esta cruel luz sin entusiamo querrá y la querrán, y cuánto, oh cuánto, va a sonreír. Le sirve de coraza su buen secreto.

 
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