Usted está aquí: martes 17 de octubre de 2006 Sociedad y Justicia Hannah Arendt en su centenario

Hannah Arendt en su centenario

''Soy judía, nunca lo he negado: es la raíz más poderosa de mi vida", expresaba la escritora

José María Pérez Gay/I

A principios de noviembre de 1966, el profesor Jacob Taubes, ex adjunto de Gershom Scholem en la Universidad de Jerusalén y por ese entonces director del Instituto de Filosofía de la Universidad Libre de Berlín, invitó a sus alumnos a una conversación pública con Hannah Arendt. Nos dimos cita a las seis de la tarde y abarrotamos el auditorio; muchos compañeros llegaron después, burlaron el control de la entrada, se sentaron en los pasillos, en las escaleras, en las repisas de los ventanales y el aire se volvió poco a poco irrespirable. Antes del anochecer una mujer de pelo negro, robusta, 60 años cumplidos, apareció en la tarima, sentada a un lado del profesor Taubes, fumando un cigarrillo tras otro, en cadena -dos cajetillas de Pall Mall sobre el escritorio-, hablando un alemán impecable y sin acento, wie gedrückt, como se dice, listo para la imprenta. Hannah Arendt tenía la cara afilada, nariz aguileña y rasgos muy marcados; ojos oscuros, singularmente vivos, y un aire de venir del otro lado de la realidad. Vestía un traje sastre oscuro, un collar de cuentas de colores y cuando apagaba el cigarrillo se quitaba y se ponía los anteojos sin pausa. Hablaba de Alemania como de una patria perdida, de los primeros años del exilio y de Estados Unidos, su nuevo país, de la admiración irrestricta por la democracia estadunidense.

"No hay remedio -nos dijo-, soy alemana hasta la raíz. Siempre seré la joven que venía de lejos, como en el poema de Friedrich Schiller. Un poco menos extranjera en Alemania que en Estados Unidos. A veces me lo oculto a mí misma: soy estadunidense de todo corazón político, pero mi memoria y mi lengua materna serán siempre alemanes." Luego nos confesó uno de sus más secretos anhelos: recorrer otra vez la avenida Lichtenthaler Alle, en la lejana Königsberg, la ciudad donde había nacido Kant y en la que Hannah Arendt pasó su infancia y adolescencia. Al invadir la Unión Soviética Prusia oriental, en 1946, el puerto de Königsberg, a orillas del mar Báltico, cambió de nombre; ahora se llama Kaliningrado, nombre de un desconocido presidente soviético.

Rüdiger Safranski le preguntó si se sentía judía, y Hannah Arendt respondió esa tarde con tono muy enérgico: "Soy judía, nunca lo he negado. Se trata de la raíz más poderosa de mi vida. Los judíos de cultura y lengua alemana fueron, sin duda, una expresión irrepetible en el proceso de asimilación del pueblo judío a otras culturas. La cultura judeo-alemana fue, al cambiar el siglo, una de las más modernas, ricas y sugerentes, más críticas y creadoras. En ningún otro país europeo surgió con la fuerza que asumió en Alemania y Austria. Yo pertenezco a ese mundo, soy una sobreviviente. Nuestra cultura fue exterminada de modo brutal. Después de tantos años, lo único que sobrevivió en medio de la destrucción -nos dijo- fue el idioma alemán. Aunque ahora escriba en inglés, mi amor por la lengua materna será perpetuo".

A principios de 1924, Hannah Arendt cumplió 18 años y se matriculó en la Universidad de Marburgo. Tres materias: filosofía, teología y griego. Hannah tuvo la suerte de estudiar con tres de los más importantes filósofos alemanes del siglo XX: Edmund Husserl, Martin Heidegger y Karl Jaspers; además, teología evangélica con Rudolf Bultmann. Marburgo, pequeña ciudad universitaria, se convirtió en una suerte de cápsula protectora en medio del caos de la República de Weimar (1919-1933): el altísimo desempleo, la inflación incontrolable, el fracaso de la democracia parlamentaria, el deterioro de los partidos políticos, la amenaza de guerra civil y, al final, el ascenso de Hitler a la primera magistratura.

El destino trágico de Alemania: conseguir siempre su ruina cuando creyó alcanzar la grandeza. Después de la derrota en la Primera Guerra Mundial, la Asamblea Nacional Alemana se reunió en Weimar, la ciudad de Goethe y Schiller, para demostrar que se proclamaba la Alemania del espíritu y no la Alemania de los guerreros. La Constitución, promulgada en agosto de 1919, instauró una democracia parlamentaria y, en menos de 14 años, se hundió en el caos más rotundo. La Universidad de Marburgo se había vuelto también una fortaleza inexpugnable del conservadurismo nacionalista; en 1927 celebraba sus 400 años de existencia. En ese mundo provinciano florecían las cátedras y los rumores, pero los hechos importantes tenían lugar en otra parte del país. En la década de 1920, Marburgo llegó a ser, sin duda, la capital del reino de la filosofía alemana.

Uno de los representantes de ese reino se llamaba Martin Heidegger, profesor titular de filosofía en Marburgo, hombre bajo de estatura, de complexión delgada y movimientos ágiles, de cara afinada y bigotito bajo la nariz, notable maestro de esquí en las montañas de la región, de semblante enérgico e impasible, sonrisa juvenil, tímida y un tanto burlona. Siempre vestía una chaqueta verde oscura, pantalones de cuero hasta las rodillas, sostenidos por tirantes, medias verdes, botines de gamuza y una boina -el vestido tradicional de la región suava-; 35 años de edad, casado con Elfriede Petri, padre de dos niños.

Martin Heidegger, profesor en Marburgo, y Karl Jaspers, titular en Heidelberg, eran por esos tiempos les enfants terribles de la academia alemana. Ambos afirmaban que la filosofía no podía entenderse como las ciencias exactas, sino, por el contrario, debía contemplarse como actividad inseparable del hombre.

Cuando Hannah conoció a Heidegger, ella tenía 18 años; el profesor, 35. La joven se fascinó con Martin Heidegger. Sus cátedras y seminarios eran siempre magistrales. Muy pronto nació entre ellos una pasión tan incontenible como clandestina, que se prolongó toda su vida. El profesor se imponía en la relación, ordenaba cuándo y dónde se veían, aterrado de que su esposa advirtiera el vínculo amoroso con su alumna. La visitaba por las noches en su cuarto, le dejaba mensajes escritos en griego en el pizarrón. Heidegger la recordaría siempre como "la pasión de su vida, la musa de Ser y tiempo". "Heidegger me enseñó a ver y entender el mundo -escribió Arendt-. Me hizo sentir como nadie antes, me hizo dar cuenta de cómo debemos pensar y leer la filosofía." Al paso del tiempo, en 1928, Hannah abandonó la ciudad de Marburgo, desencantada de Martin Heidegger, de su falta de lealtad, de su sentimiento de culpa, la incapacidad de separarse de su esposa y de su familia. Se dirigió entonces a Friburgo, donde cursó dos semestres con Edmund Husserl y se refugió con Karl Jaspers, en Heidelberg, mientras escribía su tesis de doctorado: El concepto del amor en San Agustín.

"El aura de Heidegger surgió antes de la publicación de Ser y tiempo, en 1927", escribe Hannah Arendt. "El éxito asombroso de esa obra -no sólo la popularidad que alcanzó, sino la influencia que ejerció, como muy pocos trabajos del siglo XX- habría sido imposible sin su éxito anterior como profesor de filosofía. Su temprana popularidad fue más enigmática que la de Franz Kafka, a principios de la década de 1920, y que la del mismo Picasso o la de Georges Braque en la década siguiente."

A principios de 1930, Hannah Arendt descubrió en Raquel Varnhagen (1771-1833) una explicación de su propia vida, la historia de una mujer cuya biografía escribió durante varios años. Raquel Varnhagen, una judía alemana en la época del romanticismo (1958), es quizá uno de sus mejores libros. Hannah descubre en Raquel su propia fragilidad judía, la misma atracción por los filósofos y poetas de la tradición romántica alemana; Raquel por los asiduos visitantes de su salón, Hannah por Heidegger. Arendt describió también en Raquel la vergüenza de ser judía y el impulso por superar su condición. No se propuso explicar las causas religiosas de ese sentimiento, sino, por el contrario, demostrar el origen histórico de la ilustración judeo-germana. Los europeos ilustrados del siglo XIX argumentaban que a los judíos les faltaba formación y cultura, y que sólo así podrían liberarse de la obsesión de sentirse el pueblo elegido. Arendt afirma que los judíos ilustrados -que se consideraban excepcionales- siempre entendieron que debían su sobrevivencia a una permanente ambigüedad. Se les exigía ser judíos, pero no parecerlo.

Raquel Varnhagen se siente fruto de un nacimiento infame, de un sufrimiento continuo, porque ningún Dios será capaz de redimirla. Sólo entonces cae en la cuenta de su judaísmo. Una mujer judía que vive en el centro de una naciente burguesía alemana. Muchos siglos antes, cuando se encontraban aislados por los cristianos, a los judíos se les soportaba o se les perseguía y liquidaba, pero no conocían la vergüenza, la ambigüedad o la culpa y la desesperación. En El Mercader de Venecia, la conversión de Shylock al cristianismo es un castigo, una suerte de agonía. En el siglo XIX, los judíos se convertían en ciudadanos y el sentimiento de vergüenza aumentaba. El salón de reuniones de Raquel Varnhagen, como muchos otros de las señoras judías de esa época, nacía en un periodo de transición histórica y jurídica. El proceso de secularización estaba en marcha. En ese espacio privado y al mismo tiempo público se encontraban personajes de la periferia social, poetas y filósofos, actores y actrices, banqueros y nobles que buscaban integrarse a los salones de la burguesía sin perder sus privilegios.

Según Hannah Arendt, el salón de reuniones de Raquel era la manera más elegante de proteger su orfandad. "La Ilustración, necesariamente, vislumbra y exige el mundo secular", escribe Carlos Monsiváis. "Si la religión es fenómeno social, como declaran los partidarios de las perspectivas científicas, ¿de qué manera secularizar a sociedades determinadas profundamente por la religión?" El salón de reuniones de Raquel Varnhagen se convirtió en emblema del mundo secular; sin embargo, nunca le permitió eliminar el sentimiento de vergüenza, la mala conciencia de ser judía. Raquel anhelaba entonces contraer matrimonio con un noble, pero como fracasa en el intento de convertirse en condesa -una identidad positiva-, busca entonces deshacerse de su estigma -ser judía, una identidad negativa-. Se cambia de nombre, se llama Raquel Robert y años después decide bautizarse; ahora se llama Friedreike, pero todos esos proyectos terminan en una desilusión permanente, sus amantes de la nobleza la desprecian en el fondo por su escasos recursos financieros. Raquel decide entonces casarse con August Varnhagen, diplomático menor, y a su lado trepar por los estratos sociales. Primero el de la diplomacia, luego el del mundo de la canalla literaria de Berlín. Su decisión final: conservar la identidad judía, le dio un lugar en la historia europea. No obstante, la vida de Raquel no fue sino la de un paria.

 
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