Número 129 | Jueves 12 de abril de 2007
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Director: Alejandro Brito Lemus

La identidad sexual

¿Quién soy?, ¿qué me gusta?

La identidad es autoconocimiento. ¿Quién soy? es una pregunta siempre inacabada, cuya respuesta se enriquece con lo que vivimos y deseamos. En este texto, la autora explora algunas propuestas psicoanalíticas sobre cómo se construye la identidad sexual: la forma en que nos definimos a partir de lo que nos provoca placer sexual.


Por Rosa Ma. González J. *

Una buena forma de hacer consciente la identidad es preguntarse ¿quién soy yo? En última instancia, la identidad subjetiva es la construcción de una historia que me cuentan o me cuento a mí misma (por lo mismo ilusoria).

La identidad de género dista de ser algo permanente y acabado, como lo postula la psicología. Las representaciones identificatorias “emergen” ante la presencia de lo ajeno. En México no me vivo como mexicana; viajando al extranjero, entre menos referentes culturales propios encuentre (lengua, costumbres, etc.) más presente puede estar lo que considero mi identidad nacional.

La pregunta por la identidad sexual —estar consciente de que poseo un cuerpo con ciertas características físicas— se juega dentro de las certezas. El transexual tiene la certeza de que posee un cuerpo de hombre que no le satisface, por eso decide cambiarlo. La pregunta por la identidad de género —saber qué significa ser mujer/hombre— es una interrogante que dirijo a los demás, en especial en circunstancias en que siento amenazada la ilusión de mismidad, o bien cuando me confronto con lo diferente.

Algunos ejemplos de cómo se puede vivir como una amenaza la ilusión de mismidad es cuando se presentan cambios importantes en el cuerpo (pubertad, embarazo, vejez), en la que se buscan referentes externos desde dónde resignificarse.

Pero, ¿qué sentido puede tener hablar de una identidad hetero/homosexual? Las prácticas sexuales, cualquiera que sean éstas, no estructuran psiquicamente en la medida que no alteran el pensamiento/sentimiento de mismidad y otredad (no me confundo con los/as otros/as), ni la certeza de que mi cuerpo (sexuado) me pertenece. Las prácticas sexuales condicionan lo que pienso y hago eróticamente, como me perciben los demás, pero no son un factor de estructuración psíquica.

Pero la hegemonía de las prácticas heteroeróticas, evidentemente el pensarme como homo o heterosexual, o modificar mis prácticas eróticas de hetero a homoeróticas, o viceversa, tiene consecuencias importantes tanto acerca del concepto que tengo de mí misma, como en mi vida cotidiana.

Las prácticas homoeróticas son uno de los caminos posibles del erotismo, tan válidas y valiosas como las heteroeróticas. Quién me gusta y con qué disfruto sexualmente, suponiendo sin conceder una esencia humana, no me hacen pertenecer a otra especie.

La identidad colectiva: ¿Quiénes somos?

Señalaba que la construcción que hago de mi identidad proviene también de la práctica social. Los discursos que me permiten reconocerme como homo o heterosexual provienen de muchas fuentes. En el caso del homoerotismo, Michel Foucault plantea que a finales del siglo XVIII había actos homosexuales. La idea de identidad homosexual, como esencia humana determinada a partir de prácticas homoeróticas, aparece en el pensamiento moderno cuando los estados penalizaron la homosexualidad y los médicos la patologizaron.1 Algo identificado con una práctica, se empieza a personalizar.

En los siglos XIX y XX los discursos en torno a las prácticas homoeróticas se refieren a una forma de ser de las personas, y no a una forma de amar, que provienen principalmente de las instituciones encargadas de “curarlas” o castigarlas. Para responder qué es un homosexual se tejieron infinidad de discursos, con pretensiones de cientificidad o moralidad, que la población fue haciendo suyos.

Sólo algunas voces disidentes intentaron presentar una visión diferente del homoerotismo, interpretaciones no siempre afortunadas ya que los paradigmas desde los que lo intentaron predominaron las concepciones esencialistas (lo homoerótico como algo inherente al ser y no al hacer).2

Muchas de las personas que se reconocían deseos o prácticas homoeróticas lo vivieron con temor y/o culpa, ya que los discursos en su entorno ofrecían una concepción patologizada del homoerotismo. Será hasta los años setenta cuando un grupo de hombres y mujeres que se reconocen con prácticas homoeróticas decide organizarse políticamente y reinventa un discurso que de cuenta de sí mismo.

La conformación de estos colectivos surge como respuesta contracultural al intento de homogenizar un discurso occidental normativo que los excluye. Es una forma de afirmar (y hacer visibles) diferencias en cuanto a comportamientos, deseos y prácticas consideradas deficitarias o anormales, en donde el modelo a seguir se define a partir del hombre joven heterosexual blanco que habita en la ciudad.

Estos colectivos van construyendo un nuevo discurso de sí mismos que se contrapone a los discursos moralistas que las instituciones sociales (científicas, religiosas, políticas) habían determinado para identificarlos hasta entonces, y que la mayoría de la población había hecho suyos.

En el proceso de construcción de una identidad colectiva (nosotros/as somos), necesaria para afirmarse como diferentes (lo que nos hace particulares), en el caso de las prácticas homoeróticas, los otros son los heterosexuales. El plantear las prácticas homoeróticas en términos de identidad homosexual (como opuesta y excluyente de la heterosexual) está presente el riesgo de la generalización (todos somos así). Y cualquier intento de generalizar resulta reduccionista; decir que feministas, gays o indígenas somos de tal o cual forma, refuerza los estereotipos y limita la diversidad.

Por ejemplo, en los grupos gays la identificación se da a partir de reconocer que se comparte un deseo homoerótico; en lo demás, la diversidad de formas de vivirlo y actuarlo es patente. En este sentido, el proceso de identificación colectiva, necesaria para afirmarse y reconocerse, conlleva la limitante de caer en estereotipos, fuente directa de prejuicios y chauvinismos, no sólo de quienes viven al margen de la colectividad, sino también de aquellas personas que la integran.

El problema no se resuelve con hablar en plural (las identidades) ya que la identidad es lo que unifica. Las prácticas homo o heteroeróticas no constituyen alguna forma de esencialismo, sea éste definido desde lo biológico o lo cultural; por lo tanto, una práctica sexual determinada no apela al ser sino al hacer y desear.

Las prácticas eróticas: ¿qué me gusta?

Para pensar la identidad homo/heteroerótica hace falta un movimiento más: ¿qué me gusta?

A propósito pregunto qué me gusta y no quién. Otra limitante de concebir las prácticas eróticas en términos de identidad (homo o hetero) es considerar que sólo estos dos caminos agotan la sexualidad humana.

Uno de los estereotipos que se tejen en torno a la homosexualidad es que las mujeres con prácticas homoeróticas son “masculinas” y que los hombres homoeróticos son “femeninos”. Con demasiada facilidad se confunde el cómo soy (identidad de género) con quién me gusta (identidad sexual); la pregunta por el homoerotismo es diferente a lo que puede representar ser hombre o mujer, e implica la “elección de objeto”.

Para la teoría psicoanalítica la sexualidad no designa solamente las actividades y el placer dependientes del funcionamiento de los genitales (pene o vagina); para esta teoría, la sexualidad es toda una serie de excitaciones y de actividades que producen placer.
La sexualidad humana como actividad cuyo fin es la búsqueda de placer marca una diferencia fundamental con la sexualidad animal.

Las prácticas eróticas en el humano son diversas, a las cuales se puede llegar por diferentes caminos, ya que buscan el placer y no tienen como fin último la reproducción. El definir la identidad homosexual si bien amplía la concepción de heterosexualidad como única forma de práctica sexual, restringe otras formas de búsqueda de placer como aquellas prácticas agrupadas bajo el concepto de lo queer.

La idea de “elección de objeto” no se refiere a la persona (sino a la pulsión) ni es una actividad que dependa sólo de la voluntad. Cada quién, de acuerdo con las circunstancias en que construye y deconstruye su historia, va delimitando los caminos de placer (que son variados, aunque no se cambia de “objeto” fácilmente).
El fin que persigue el erotismo es el placer (no la reproducción) y las prácticas sexuales por las que pretende lograrlo son de lo más variadas.

Dar cuenta de la concepción que tiene el psicoanálisis acerca de la sexualidad humana rebasa con mucho las pretensiones de este escrito. La intención simplemente era ofrecer una visión alternativa a la forma como define la psicología a la sexualidad. En la interpretación psicoanalítica no se personifica ni dicotimiza la sexualidad (identidad homo o hetero), y no se considera que una particular práctica sexual determine al sujeto.

Por otra parte, la teoría psicoanalítica ayuda para pensar al sujeto, y no establece que lo que “descubre” es la realidad (como la psicología). No hay nada más alejado en la teoría psicoanalítica que las certezas. Como señala Auglanier, “saber exige que se renuncie a la certeza de lo sabido”.3

* Profesora/investigadora de la Universidad Pedagógica Nacional. Versión editada del trabajo publicado en G. Careaga y S. Cruz, Sexualidades diversas: aproximaciones para su análisis. México, PUEG/Conaculta.

1 Foucault, M. Historia de la sexualidad, Vol. 1: La voluntad de saber. Siglo XXI. México, 1977.
2 Kinsey, A., Pomeroy, W. Y Clyde, M. Sexual Behavoir in the human male. W.B. Saunders. Filadelfia, 1948.
3 Aulagnier, P. “A propósito de la realidad: saber o certeza”. En El sentido Perdido. Trieb. Buenos Aires, 1980., pág. 85.