Usted está aquí: jueves 14 de junio de 2007 Cultura El trabajo del aeda

El trabajo del aeda

Pablo Espinosa

Toda discoteca que se precie de amorosa, sensible, abierta al asombro y a la curiosidad intelectual y emotiva por el mundo y sus misterios, tiene por lo menos un volumen dedicado al aeda, o bien los tiene todos, sabiendo qué se siente estar sin nada, ser nadie, extraviado, sin dirección hacia casa, como una pinche piedra que rueda, como dice uno de sus poemas-emblema, Like a Rolling Stone, que es originalmente un blues de Muddy Waters, por el que ayer el jurado decidió enmendar un error histórico y darle un galardón grande, similar al Premio Nobel, al que será candidato eterno, igual que Borges.

Tener todos los discos de Dylan, entonces, puede significar nada si no se entiende que el papel verdadero de Robert Allen Zimmerman es el del aeda. No el del juglar, sino el de aeda, el que tiene la misión de observar, asimilar, transmitir, no solamente hacer la crónica de su sociedad, de su momento histórico, sino de anunciar (The times they are a-changin'; And a hard rain is gonna fall; You Angel You; Knockin'on Heaven's Door; Blowin' in the Wind), narrar, trazar en un poema la estructura de la desolación (Desolation row), plasmar el concepto posfreudiano del malestar en la cultura (Homesick Blues), atrapar ese ente inasible, abstracto y total que es el amor (You Belong To Me, la más bella canción de amor que se haya escrito en toda la historia de la cultura rock), elaborar belleza con su herramienta seminal, las palabras, que son las saetas del aeda.

Una manera de repasar la discografía dylaniana es servirse un buen whisky y poner en el tornamesas uno a uno los antiguos acetatos, y después echar a andar el aparato reproductor (je) de devedés con el documental que filmó el maestro Martin Scorsese hace un par de años y que estrenó en la televisión pública de Estados Unidos, la PBS, y que ahora se consigue en los anaqueles de novedades discográficas y cuya portada reproducimos aquí a la izquierda y uno crece en hervor, la piel chinita, un estado de euforia creciente en cuanto aparece en la pantalla este personaje magnético, tocado por la divinidad, con un pie en la Tierra y el otro quiénsabedónde, como corresponde a los aedas.

Uno escucha al poeta Dylan, que tomó su nombre de batalla de otro poeta, Dylan Thomas, discurrir sobre su propia historia personal y la historia social de su trabajo, y luego uno escucha al poeta Allen Ginsberg discurrir sobre la labor de los aedas, la vinculación germinal de Bob Dylan con los poetas de izquierda de Estados Unidos y su tránsito por el mundo que por fortuna está en la cúspide, con este premio Nobel en chiquito que en los corazones de los dylanianos es un premio mayor. Salud, maestro Dylan.

 
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