Usted está aquí: jueves 13 de marzo de 2008 Sociedad y Justicia Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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■ Los tiempos del Sol

■ Una profecía científica

■ ¿Qué se necesita para extinguirnos?

Las cosas ocurrirán más o menos así: el brillo del Sol se incrementará de manera paulatina, la temperatura terrestre aumentará año con año y la vida en su superficie se hará cada vez más incómoda. No sólo eso: las especies vegetales y animales desaparecerán, primero a decenas, luego por millares y después por millones. Hasta ahora, la vida se ha impulsado con su propio crecimiento, pero a partir de cierto momento la merma de sus individuos acelerará su colapso general. La desaparición de algunas plantas provocará la extinción de los herbívoros que se alimentan de ellas, y luego sucumbirán los carnívoros. Mucho antes de que los océanos hiervan y se evaporen, habrá tal vez un escenario reseco, poblado únicamente por cactáceas decadentes, mosquitos desamparados y tortugas sedientas. Y después, nada: los calores serán excesivos para las moléculas complejas, como las que sustentan la vida, y el mundo volverá a su condición apacible originaria, cuando a ninguna sustancia mineral se le ocurría andar por ahí, echando raíces, brincando, cazando, inventando funciones de ópera y estaciones espaciales. Los átomos que forman nuestra atmósfera se irán en busca de sitios más confortables.

El silicio y los otros compuestos de esta pelota cósmica se broncearán por un largo tiempo en una calma inanimada, pero la tragedia no acabará en eso: el Sol, a medida que incremente su luminosidad y su temperatura, aumentará también de tamaño. Mercurio no se salvará de ser devorado por el globo enloquecido y moribundo que fue su padre. Venus, tampoco, de seguro. En cuanto a la Tierra, es posible que consiga evadir una colisión directa con el astro rojizo y agonizante, pero en todo caso la cercanía con el gran horno la habrá convertido en un balón chamuscado e irreconocible. De todos modos, cuando el Sol reviente y expulse sus agotadas capas superiores, dislocará la órbita de nuestro planetita, ya sea por la violencia de la explosión o por la contracción súbita del tirón gravitatorio solar, muy mermado por la pérdida de masa. Si le va bien, la Tierra sobrevivirá como una piedra estéril, girando en torno a una estrella muerta, en una órbita semejante a la que ahora ocupa Marte. Si no, caerá hacia los pedazos solares y se volverá vapor.

Tampoco se espanten demasiado: esta serie de sucesos empezará dentro de 10 mil milenios y en adelante, el cataplum solar no sobrevendrá antes de 5 mil 500 millones de años (7 mil 590 millones de años podría ser un dato más preciso), y no hay razón para apresurarse: todavía están a tiempo de pasar por sus hijos a la escuela, de planear la compra del departamento (eso, si no se les adelanta el cataplum económico, menos previsible) y hasta de imaginar los términos en los que sus biznietos redactarán sus testamentos. Mil millones de años es algo tan parecido a la eternidad que hace justo ese tiempo tuvo lugar la conversión de la atmósfera planetaria: de un manto gaseoso rico en hidrógeno se fue volviendo una mezcla preponderante de nitrógeno y oxígeno, gracias a la acción de las primeras plantas multicelulares. Entre esas eras remotas y nosotros caben los trilobites, los peces, el surgimiento, esplendor y caída de los dinosaurios. Los procesos evolutivos que condujeron de los lemúridos a los Homo sapiens ocurrieron en tan sólo una centésima parte de ese lapso. En esta escala, los sucesivos imperios egipcios son una caca de mosca. En ella hay tiempo de sobra para meditar bien qué haremos para salvar a la Tierra y para que los descendientes remotísimos de la especie encuentren la manera de ponerla al abrigo de los espasmos solares, o bien de mudarse. Hay tiempo, a menos que los propios humanos aceleremos en forma estúpida el calentamiento del planeta y nos veamos, de aquí a un siglo, o menos, en la angustiosa disyuntiva de repararlo con urgencia o de abandonarlo.

Lo anterior se desprende de un trabajo elaborado por los astrónomos Klaus-Peter Schröder, de la Universidad de Guanajuato (las sucesivas gubernaturas panistas están muy lejos de haber logrado la extinción de la vida inteligente por allá) y Robert Connon Smith, de la de Sussex, Inglaterra, recientemente divulgado. El segundo habla de una idea surgida en la Universidad de Santa Cruz: “aprovechar los efectos gravitacionales, por medio del paso de un asteroide cercano que le dé un ‘codazo’ a la órbita de la Tierra gradualmente hacia fuera, lejos del espectro del Sol; si ésto se realiza cada 6 mil años, más o menos, será suficiente para mantener la Tierra y permitir que la vida siga su curso durante al menos 5 mil millones de años, y que posiblemente pudiera sobrevivir a la fase de gigante roja del Sol.

“Aunque suena a ciencia ficción, parece que las exigencias de energía se pueden asumir, y que esta tecnología podría desarrollarse durante los próximos siglos; sin embargo, se trata de una estrategia de riesgo elevado, porque con un leve error de cálculo el asteroide podría golpear la Tierra con consecuencias catastróficas; una solución más segura podría ser construir una flota de ‘balsas salvavidas’ interplanetarias que podrían maniobrarse fuera de alcance del Sol, pero lo bastante cerca como para usar su energía”.

Hay tiempo: de los mil millones de años que faltan para que el planeta empiece a ponerse francamente desagradable, bien podríamos invertir unos dos milenios, que son un parpadeo cósmico, para hacer realidad ideas como las expuestas. Por lo pronto, el guión apocalíptico expuesto por Smith y Schröder podría implicar que la exploración espacial no es, a fin de cuentas, tan inútil ni tan dispendiosa como muchos la suponen.

Para pensar en lapsos menos inconmensurables, hace cosa de un año puse en un post, en el blog de esta columna, una cita de Adrian Berry que reproduzco aquí: “La destrucción completa de la raza humana parece una tarea casi imposible. Para hacer que la vida inteligente se extinga permanentemente en este planeta, sería necesario: 1. Matar a todo ser humano; si sobreviviese un solo grupo de 50 personas de ambos sexos en algún lugar, la operación sería fútil. Nuestra civilización podría entonces volver a su estado anterior en sólo medio millón de años. 2. Matar a todos los monos y simios del mundo. Las ramas de cualquiera de sus especies podrían con el tiempo (unos pocos millones de años) evolucionar hacia una potente civilización tecnológica. 3. Matar a todas las ardillas, tupayas y todos los demás mamíferos trepadores. Destruir todos los árboles y toda la vida vegetal, y estancar de algún modo los océanos para privar a toda especie superviviente de oxígeno. 4. Repetir la última operación cada millón de años. Una vez que la vida vegetal se hubiera restablecido a sí misma, le seguiría pronto una atmósfera de oxígeno que puede originar la vida. A la larga, por tanto, el mundo parece ser casi indestructible como hábitat para la vida por un tiempo muy largo” (Los próximos 10 mil años, Alianza Editorial, Madrid, 1977, p. 43.) Tal vez Atila, Stalin, Hitler y Bush se sentirían un poco frustrados si leyeran esto. En la correlación actual de fuerzas, el Sol es más poderoso que ellos. Pero quién sabe: hay tiempo para cambiarla.

 
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