Sociedad y Justicia
Ver día anteriorDomingo 22 de febrero de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Reza por mí

Mar de Historias
H

ace tiempo que esta calle perdió su aspecto pueblerino y su atmósfera tranquila. El ruido ensordecedor comienza antes del amanecer, a la hora en que los repartidores de periódicos se anuncian con el estruendo de sus motocicletas. Sin tiempo a despertar por completo, sobresaltados, con el corazón latiendo a toda prisa, nos topamos de golpe con las exigencias de una realidad cada día más complicada y más violenta.

Los repartidores se alejan, pero no hay tregua, ni siquiera un minuto de silencio para que recordemos qué día es. De inmediato se escuchan el camión de la basura rebosante de plásticos que nos sobrevivirán por siglos; motores, sirenas o el claxon de un vecino que así demanda la presencia inmediata de alguien. En esas condiciones, ¿quién puede reconciliar el sueño? Habrá quien lo haga, yo no.

Permanezco encogida entre las sábanas tratando de inventarme una placidez que ya no siento. Me enconcho y para no pensar intento acordarme de mis sueños. Imposible: el fragor de la motocicleta los pulverizó y flotan en mi cabeza como una nube de polvo. Tras esa cortina, sin que me lo proponga, aparecen mis problemas en el punto en que los abandoné la noche anterior. El cuerpo me pesa y siento miedo de enfrentarme al nuevo día.

Hago mal. Después de todo tengo lo que muchos anhelan: una familia, salud, trabajo. Consiste en atender a las personas que llegan a solicitar informes acerca de los cuartos y las casas prefabricadas que nosotros producimos. Con la crisis ha disminuido mucho la clientela, pero no puedo abandonar mi oficina. También es desarmable y de madera comprimida.

Cuando mis patrones lo consideran oportuno me la instalan en otro sitio, en donde adivinan que va a surgir una nueva colonia. El cambio no significa mucho para mí porque sigo con la misma rutina: ocho horas en mi oficinita con una sola ventana, sentada ante un escritorio lleno de folletos a colores donde se ven nuestras casas rodeadas de jardines que desde luego son pura escenografía.

II

Llevo muchos años trabajando en esta empresa. Mi ocupación me gusta, pero desde que todo el mundo empezó a tener teléfono celular ya no la disfruto tanto. Es más: se me ha vuelto gravosa. Cuando se lo explico a mi hermana, Arcelia dice que no entiende cómo puede pesarme un trabajo en el que casi no hago nada y me deja tiempo libre para leer o mirar la televisión portátil que me regaló en mi cumpleaños.

Como no logro exponerle las razones de mi malestar, Arcelia me acusa de inconforme e irresponsable por no valorar lo que en estos días terribles significa tener un sueldo seguro. No le reprocho que piense así; es más, le doy toda la razón y acabo por considerarme estúpida. No es posible que me sienta incómoda en mi oficina sólo porque las personas que pasan frente a ella hablan por sus celulares.

Me propongo no escucharlas, pero es inútil. Su tono de voz es muy alto y las oigo aunque no lo pretenda.

Cada día me sorprenden más sus risotadas y la violencia del lenguaje con que les hablan a sus interlocutores. Me entero que son hombres o mujeres por la forma en que los saludan o se despiden: Que onda, güey. Tarada: ¿no me reconoces? No seas ojéis: mejor cuelgo. “T’as muy gruesa, chaparra.” Ay cabrón, ya te manchaste.

Como ignoran que estoy aquí, a veces se recargan en la pared y durante varios minutos conversan, repiten mil veces expresiones que no significan nada, al menos para mí. Me sorprende que puedan permitirse el lujo de pagar por un servicio tan caro sólo para decir: Quihubo, ¿qué cuentas? ¿Yo? Pos ahí más o menos, ya sabes. ¡A poco sí! Me cae. Entonces, ¿qué? ¡No mames! ¿Si? ¡Uta! No, pos sí: está grueso. ¿Qué haces? Si quieres luego te hablo. Okey. No, mejor tú dime. ¡Ya! ¿Qué onda con la chava? ¡Puta, es bien golosa! Bueno, luego te llamo. Ahí nos vidrios.

Cerca de mi oficina está una recicladora de plásticos. Muchas de las mujeres que trabajan allí toman la micro en el paradero frente a mi ventana. Mientras esperan, las veo y las oigo llamar a sus casas, por lo general para comunicarse con sus hijos. Me conmueve la forma en que les preguntan si comieron, si terminaron la tarea, si tal como ellas les ordenaron permanecieron en la casa, si su padre ha vuelto o siquiera llamó por teléfono. Adivino las respuestas, pero es suficiente con lo que escucho para imaginarme un cuarto, unos muebles, un paisaje desolador.

Deduzco la edad de los niños por el tono en que las mujeres se dirigen a ellos. En ocasiones, con la voz entrecortada, les suplican que no lloren más, que mamá los idolatra aunque se haya pasado 10 o más horas trabajando fuera de casa, que si se portan bien pronto les dará un regalito. En ese momento las mujeres sonríen porque de seguro su hijo le pregunta qué será. Ellas hacen una pausa para acrecentar la curiosidad infantil y dicen lo que el niño esperaba oír: Una pizza. Una hamburguesa grandota.

Hay conversaciones que daría cualquier cosa por no escuchar: las de las mujeres que hablan con sus parejas para pedirles dinero, recriminarles su comportamiento, sus ausencias, la brutalidad que desplegaron contra ellas por razones que ignoro y nunca aceptaré. A media conversación lloran, juran que no son culpables, que se han pasado el día trabajando y no han hecho nada malo. Tras unos segundos de silencio le suplican a su interlocutor que no cuelgue, que aún tienen mucho de qué hablar. En esos casos siento deseos de salir y decirles a esas mujeres que se rebelen contra tanta humillación.

Cuando por fin llega la micro y la abordan siento un alivio inmenso y me comporto como una persona egoísta diciéndome que no tengo por qué preocuparme, que las desconocidas son personas adultas y están obligadas a asumir sus responsabilidades. Las mías consisten en esperar compradores y atraerlos desplegando muestrarios de casas rodeadas con falsos jardines.

IV

Tengo oído de tísica. Cuando era niña ese don me permitía transgredir impunemente la norma que me dictaron mis abuelos y mis padres: no escuchar las conversaciones de los mayores. Enterarme de sus secretos me producía una sensación de superioridad pese a que era la menor de mis hermanos. Nunca me imaginé que con el tiempo iba a lamentar tener una facultad que no me deja punto de reposo.

Funciona por su cuenta, sin que pueda elegir qué escucho. A veces estoy concentrada revisando un archivo y caen sobre mí palabras en idiomas extraños, frases que poco a poco me van atrapando hasta que no puedo menos que dejarme llevar por lo que desconocidos dicen a pocos metros de distancia.

A menudo la experiencia me asusta, aunque comprenda que lo que alguien dice es sólo un desahogo: Te juro que si me lo vuelve a hacer, lo mato. Cree que no soy capaz, pero el día en que menos lo piense me le voy a desaparecer. Ya se lo dije a mi suegra: si usted sigue metiéndose en nuestras cosas voy a ponerla en un asilo. Cuántas de esas amenazas quedarán sólo en palabras, cuántas se volverán una realidad que transforme las vidas de muchas personas a las que nunca conoceré e inclusive alteran la mía.

El lunes una mujer muy alta, escuálida y de facciones afiladas se detuvo ante mi ventana. Iba a abrirla porque pensé que deseaba informes, pero se alejó antes de que pudiera ofrecerle nuestros servicios. No habría vuelto a pensar en ella de no haber sido porque a los tres días reapareció, marcó un número en el celular y dijo: Ah, eres tú. ¿Todavía sabes rezar? Entonces reza por mí. Cortó la comunicación, giró, nos miramos por un segundo y se marchó de prisa.

Me quedé pensando en qué angustias y necesidades tendrá una persona como para pedirle a otra que rece por ella. El tono no era suplicante, sino imperativo: Reza por mí. Cosa rara, pasé la tarde esperando su regreso. No ocurrió ni ha sucedido hasta el momento.

El recuerdo de esa mujer y sus palabras me tienen obsesionada. He llegado a pensar que ella no tenía a nadie con quién comunicarse, marcó un número al azar y habló en voz alta para que yo la escuchase. Repudié la idea, pero varias veces me he descubierto tratando de recordar las oraciones que aprendí de niña. El paso de los años las pulverizó y, al igual que mis sueños, flotan en mi mente como una nube de polvo.