Opinión
Ver día anteriorMiércoles 10 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las correspondencias de Vicente Rojo
L

a correspondencia es un diálogo diferido, un intercambio entre el antes y el después. Hablamos con quien no se encuentra. Nos escucha quien no está. Por eso la correspondencia no se da sólo entre los vivos y podemos escuchar, con los ojos, a los muertos.

Vicente Rojo es un magnífico corresponsal desde hace tiempo. Con formas y colores, texturas y signos de un abecedario más amplio que cualquier escritura intercambia más que información, emociones, sueños. Su amigo Octavio Paz vislumbró que su trabajo era producto de una ingeniería sonámbula. Rigurosa como la geometría que la contiene y sensible como la voz de un poeta. Las formas de sus cuadros hablan o invitan al silencio.

Desde los años 60, Vicente Rojo nos ha sorprendido con series memorables. Señales fue el nombre de la primera y le sucedieron, si no recuerdo mal, Navegaciones y Recuerdos. Escenarios, México bajo la lluvia y Códices, las cuales me llamaron particularmente la atención por el magnífico uso de formas y texturas. Formas que nos invitan a leerlas; texturas que provocan la necesitad de tocarlas.

Correspondencias, que actualmente se exhibe en el Centro Cultural Estación Indianilla es, me parece, una buena síntesis de toda su obra plástica: formas cargadas de emoción, colores que nos hacen pensar. ¿Pensar? ¿Pensar o divagar?, qué importa: la imaginación se dispara y los pensamientos y los recuerdos se confunden.

Es un lugar común decir que la biografía de un poeta se encuentra en su obra. Y así es, pero esta verdad de piedra es muy difícil comprobar en la obra de un músico o de un artista plástico. No es el caso de Vicente Rojo. Su difícil infancia en la Guerra Civil Española se encuentra en sus cuadros como también se encuentran su amor por México y, además de muchas cosas, las sombras tutelares de su pasado sentimental y artístico.

En Correspondencias se encuentra su afición por el mambo y particularmente por Dámaso Pérez Prado, quien se atrevió a musicalizar, con magnífica fortuna, la sombría Décima muerte, de Xavier Villaurrutia. Pero también está su admiración por Conrad hecha de nudos para navegar, y azules profundos; por Fritz Lang y su cine negro armado con laberintos; por Gutenberg, que imaginó lleno de signos y de pátina; por Paul Withestein, que acaso miró todas las formas posibles de arte; por John Ford, Brancusi, Bacon y Posada, que tal vez ya grabó todas las formas del universo.

De sus corresponsales vivos destaco a Carlos Monsiváis, con quien mantiene un diálogo sostenido por ironías líricas, sacras, morales y laudatorias, y su correspondencia con Bárbara Jacobs, con quien comparte la alegría de la vida y donde las palabras saltan, vuelan, adquieren significados distintos según el lugar que ocupen en el texto, el acento que las señale, los adverbios que les marquen las rutas y los tiempos, los modos, los lugares, los sí, los no, o los quizá de la duda que nunca terminará de cesar como toda correspondencia que se precie.

Un corresponsal es el que responde, el que reconoce al otro, el que se ve en el otro, el que responde lo que encontró en unas líneas de oscura tinta, en unos cuantos colores, formas y texturas, o en las lí-neas de una mano donde llevamos la línea de la vida.