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Mujica, el balotaje y la impunidad
M

ontevideo. “¡Arriba los que luchan! ¡Arriba el pueblo…!” El grito de guerra lanzado por José Mujica hacia la medianoche del domingo 25 de octubre intentó ser un soplo de aliento a una multitud de embanderados frenteamplistas que no podían disimular cierta dosis de frustración por no haber conseguido la victoria electoral en la primera vuelta. El Pepe Mujica, como se le conoce en todo el Uruguay, se quedó a dos puntos de obtener 50 por ciento más uno de los votos (47.96 por ciento) y, aunque superó a los dos partidos conservadores sumados (Luis Alberto Lacalle, del Partido Nacional, obtuvo 29.07 por ciento, y Pedro Bordaberry, del Partido Colorado, 17.02 por ciento), habrá balotaje. Es decir, el último domingo de noviembre el bloque progresista y el conservador volverán a enfrentarse para decidir sobre dos proyectos de nación.

Como otros de América Latina, el pequeño Uruguay es hoy un país dividido, polarizado por la lucha de clases. En estas elecciones, Lacalle representaba al Uruguay del patriciado, el de los dobles apellidos y el sentimiento aristócrata del poder, y debía enfrentarse al Pepe Mujica, el linyera, el candidato del pobrismo, el ex vendedor de flores que pasó 13 años en prisión por guerrillero tupamaro y hoy representa al Uruguay del trabajo y los apellidos comunes. Por un lado, pues, competía el candidato del Uruguay pro oligárquico, el del desprecio y la nariz fruncida, el de la gran corrupción y los negociados escandalosos, y por otro, el del país de la solidaridad y la gente sencilla que busca construir una democracia más horizontal y participativa, que en cinco años de gestión, bajo el gobierno de Tabaré Vázquez, ha ido edificando una realidad más equitativa e incluyente.

No obstante, a pesar de los logros alcanzados por el Frente Amplio (la coalición creada en 1970, devenida en centro progresista) y de la verba entradora del Pepe Mujica, no alcanzó para derrotar en la primera vuelta a la derecha conservadora que gobernó el país por casi 170 años. Por eso el sentimiento de algo parecido a una derrota invadió a los militantes frenteamplistas la noche de los comicios (en 2004 el Frente Amplio ganó en la primera vuelta con 50.7 de los votos), que recobraron el ánimo el lunes 26, cuando se conoció que la coalición había obtenido la mayoría parlamentaria, lo que colocó a Mujica casi como el seguro ganador en la segunda vuelta. En el peor de los escenarios, perder en el balotaje, el Frente tendrá poder de veto para impedir que la alianza derechista (Bordaberry ya anunció que apoyará a Lacalle) desmantele las reformas iniciadas en el gobierno de Vázquez.

La frustración de una mayoría de frenteamplistas tuvo que ver con la derrota, por exiguo margen, del plebiscito sobre la anulación de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (el perverso nombre que adoptó la ley de punto final a la salida de la dictadura militar, que decretó una virtual amnistía para los asesinos y torturadores del antiguo régimen de facto).

En el intento por anular la ley se trató de recuperar el fundamento ético de la democracia posdictadura para edificar un sistema democrático basado en los derechos humanos, no solamente en procedimientos y reglas de juego político-electoral. La cifra de ciudadanos que votaron el rosado (la papeleta para anular la Ley 15.848 y quitarla del ordenamiento jurídico vigente) fue de 47.36 por ciento. Pero una mayoría (52.64 por ciento), entre ellos dirigentes del FA y la clase política de izquierda, no tuvo la convicción sobre la necesidad de anularla. Fue evidente que el Frente no puso la consulta como cuestión medular de su campaña. El resultado, ahora, no hace más justa esta ley; sigue siendo indigna, además de inconstitucional. En el fondo, como acotó un cronista, éramos un país conservador y no nos acordábamos. Un militante caliente, bajoneado por el resultado, fue más gráfico: somos una sociedad rematadamente cornuda, irremediablemente cornuda.

El resultado adverso sobre la ley de caducidad dejó al Estado uruguayo en un brete ante los organismos internacionales de derechos humanos que le exigen erradicarla. El Poder Legislativo, con mayoría del Frente Amplio, tiene el deber de suprimir la norma; de anularla o derogarla. La Corte Interamericana de Derechos Humanos está dispuesta a condenar al Estado uruguayo –sea Mujica o Lacalle el que triunfe el 29 de noviembre– si no se echa por tierra la ley. La norma vigente viola varias convenciones humanitarias que Uruguay debe cumplir de manera obligatoria. De no hacerlo, quedará en rebeldía ante los organismos internacionales.

Pero además, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) acaba de declarar inconstitucional la ley, y por tanto inaplicable, para el caso de la muerte de Nibya Sabalsagaray, asesinada en una unidad militar en 1974. Si bien el fallo vale sólo para ese caso, se aplicará para otros que lleguen a la SCJ mediante recursos de inconstitucionalidad. De antemano, ésta rebatió los argumentos de quienes seguramente alegarán que la ciudadanía ya laudó el asunto por segunda vez (aprobada en 1986, la ley fue puesta a consideración de la ciudadanía en 1989 y obtuvo 58 por ciento de aprobación). El fallo de la Corte que consideró inconstitucional la ley de caducidad señala: “el ejercicio directo de la soberanía popular por la vía del referendo derogatorio de las leyes sancionadas por el Poder Legislativo sólo tiene el referido alcance eventualmente abrogatorio, pero el rechazo de la derogación por parte de la ciudadanía no extiende su eficacia al punto de otorgar una cobertura de constitucionalidad a una norma legal viciada ab origine (desde el origen) por transgredir normas o principios consagrados o reconocidos por la Carta (Magna)”.

En todo caso, el domingo 29 Mujica y Lacalle jugarán el repechaje, y después se verá qué pasa con la ley.