Opinión
Ver día anteriorViernes 28 de mayo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Elecciones asediadas
L

os procesos electorales, una de las pocas expresiones de la balbuceante democracia mexicana, están en la mira de los asesinos y del fuego interno de los actores políticos. A poco más de un mes de que se celebren la mayoría de los comicios estatales de este año, los focos rojos se están multiplicando.

Algunas amenazas provienen de fuera del sistema político: el asesinato de un candidato del PAN a alcalde en Tamaulipas; el asesinato de un brigadista de la campaña a gobernador por el PRI, en Chihuahua; las amenazas en varios estados a candidatos perredistas, Además, la desaparición, o como se le quiera llamar, de Diego Fernández de Cevallos, figura –indiscutible por su protagonismo y discutible por muchas otras razones– de uno de los tres principales partidos del país.

También de las entrañas del sistema político bullen las amenazas a los procesos electorales. Al menos en Chihuahua, las campañas se vacían de contenidos sólidos, se convierten en la feria de las vacuidades, despliegue plástico de fotos de candidatos sonrientes por todos lados; lo que el logotipo separa, que lo una la fotogenia. El posicionamiento visual del candidato como objetivo principal, Peña Nieto demonstrat. Se oscila entre el silencio ante las cuestiones difíciles o la promesa campañera de yo sí lo voy a resolver. No se toman en cuenta los frentazos de los gobiernos ante los nudos gordianos que ahorcan a esta sociedad norteña: deterioro económico e inseguridad galopante. Hay oferta de dádivas: no tenencias, becas, presas, útiles escolares, carreteras, pero muy escasos compromisos con los derechos ciudadanos, sobre todo los sociales.

Por eso el estado de ánimo predominante entre la población es el del temor y el escepticismo. El primero, manifiesto en el ocultamiento de la intención del voto, y de cualquier expresión crítica hacia el gobierno. El segundo, en la creciente base social para el abstencionismo o la anulación del sufragio; en la persistencia de la baja aceptación popular a congresos y partidos políticos.

Así, por un lado tenemos un gobierno que en sus diversos órdenes y niveles pierde capacidades ante los poderes fácticos y su propio descrédito ante la sociedad. Díganlo si no, los despavoridos habitantes de la Baja Babícora y el valle de Juárez, en Chihuahua, donde los sicarios llegan y sientan sus reales y se ríen de las incursiones tan fugaces como ineficaces de las fuerzas federales y estatales. O los habitantes de Ciudad Juárez, de los cuales sólo 5 por ciento tiene confianza en la Policía Federal. O los reiterados fracasos de hacer sentir la fuerza del Estado con programas como Todos somos Juárez, reconstruyamos nuestra ciudad. Asimismo el descrédito del sistema de justicia, no sólo en Chihuahua, sino en todo el país, como puede verse en el caso de la niña Paulette en el estado de México y en los bandazos de la PGR ante el caso Diego.

Por otro lado, a la coyuntura electoral llega una sociedad muy debilitada por varios factores: la exclusión laboral que no ha podido ser contrarrestada por el Presidente del empleo. La exclusión de los jóvenes, principales víctimas de la no apertura de nuevos puestos de trabajo y espacios escolares. La pobreza, que se viene agravando y expandiendo desde octubre de 2008. La implosión de la convivencia y organización sociales por el temor a las acciones de la delincuencia organizada o a los atropellos de las llamadas fuerzas del orden. La emigración inducida por el desempleo y la inseguridad.

Las elecciones se banalizan, se pragmatizan, no son de ninguna manera la disputa ante proyectos alternativos de sociedad, sino subasta de beneficios a los que se tiene acceso de manera individual. Los comicios son piñata multicolor de los que nada se exige, pues lo que caiga es bueno. No hay ciudadanos, lo que hay son, cuando mucho, votantes. Se da entonces lo que señala Manuel Antonio Garretón: “una polis estallada”, una incapacidad real de la democracia para organizar la sociedad y ayudar a constituir sujetos para la toma de las decisiones públicas fundamentales.

A partir de esto uno se pregunta: ¿cuál será, entonces, el cimiento de la fuerza de los elegidos el próximo 4 de julio? ¿De ahí surgirá la capacidad de dirigir a una sociedad atemorizada, escindida, retraída? ¿Serán los elegidos por la minoría más grande los que puedan relanzar una democracia donde sean las mayorías y no las elites quienes tomen las decisiones fundamentales? Y, si no podemos esperar nada, o casi nada, de la clase dirigente, ¿podrá entonces la ciudadanía desde abajo tener la capacidad de generar sujetos que vayan reconstruyendo el espacio público?