Opinión
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Tony Judt y la melancolía europea
E

n términos muy simples, una sociedad puede ser concebida como un cúmulo de órdenes de redes y flujos que se conectan y desconectan de manera incesante divididos por una separación, digamos, funcional. Por un lado, al menos así lo sugiere Reinhart Koselleck, está el espacio de experiencia en el que se reúnen las memorias, las miradas codificadas, los automatismos sociales, los nudos de las emociones, los saberes cotidianos y las reflexiones que se hacen sobre ellos, los gestos mudos, los códigos y los axiomas significantes; por el otro lado, se halla el plano de todo lo que se desea, de los sueños y los proyectos, de los planes y las esperanzas, en suma, el horizonte de expectativas. Si se escribiera una historia de cómo se modificó este horizonte en las sociedades europeas en los más de dos siglos que las separan de la Revolución Francesa, el resultado sería sorprendente no por los cambios en sí (que es lo evidente), sino por la forma acaso impensable en como sucedieron esos cambios.

Para la mayor parte de los habitantes del siglo XIX y de la porción más considerable del XX, el futuro estaba de alguna manera asociado o incluso relacionado con el pasado. Por más que se lamentara de los saldos exiguos de la Revolución Francesa, la generación de 1848 –Bakunin, Tocqueville, Nerval, Marx, Heine, Juárez, entre nosotros– nunca dejó de estar convencida que la tradición que había producido la Carta de los Derechos Humanos podía ser actualizada, transformada o incluso radicalizada, como lo creían los socialistas y los anarquistas. La crítica al pasado suponía que algo podía aprenderse de él, que ser evocado como un punto de partida. La primera mitad del siglo XX guardó no pocas esperanzas similares hacia las transformaciones de los años 20, la Revolución Rusa por un lado, y la República de Weimar por el otro, siendo ambas las más notables y extremas (por sus diferencias) en aquel paisaje político.

Pero algo sucedió hacia finales del siglo XX, algo en particular que trastocó por completo la manera en que los europeos estaban habituados a relacionar su pasado con las posibilidades de sus expectativas. En un artículo publicado en 2006, Tony Judt escribió al respecto: a principios del siglo XXI, “sin demasiada certidumbre ni demasiada reflexión, solemos dejar atrás al siglo XX y lanzarnos bruscamente hacia su sucedáneo cargados de verdades a medias autocomplacientes: el triunfo de Occidente, el fin de la historia, el momento unipolar de Estados Unidos, la marcha ineluctable de la globalización y el mercado libre... En nuestro entusiasmo maniqueo prescindimos inmeditadamente del bagaje económico, intelectual e institucional del siglo XX e invitamos a todos a compartir el mismo desdén. La creencia de que eso fue antes y esto es ahora, de que lo único que debemos aprender del pasado es a no repetirlo, contienen mucho más que el simple desprecio por las instituciones de la guerra fría y la catástrofe de la experiencia soviética. No sólo nos sentimos distantes y ajenos al pasado, lo cual no debería sorprendernos. Sino que cada vez se insiste con más vehemencia que en nuestros cálculos económicos, en nuestras prácticas políticas y en las estrategias institucionales, el pasado no tiene nada interesante que enseñarnos.”

La pregunta casi inevitable frente a este espasmo histórico sería acaso: ¿ha muerto finalmente esa versión de la historia a la que concedíamos ciertos atributos de una magistra vitae (maestra de la historia)? ¿La modernidad tardía ha roto a tal grado las relaciones entre pasado y futuro que el primero ha perdido su antigua relevancia para codificar el espacio de nuestra experiencia cotidiana?

Tony Judt, acaso uno de los historiadores europeos más sensibles de la última parte del siglo XX, dedicó la mayoría de su obra a explorar esta pregunta. Sus respuestas fueron ambiguas, y la vida no le alcanzó para desarrollarlas. Pero si pensar es preguntar, en su último libro, Algo va mal, publicado unas semanas antes de su muerte, trazó el itinerario de una serie de highlights que seguramente ocuparán a los historiadores de las próximas décadas.

Destaco sólo uno de ellos. Se refiere a esa melancolía que ha empezado a embargar a las sociedades europeas que hoy ya resienten la pérdida de la certidumbre que alguna vez les había conferido ese complejo de instituciones, valores y acuerdos que llamamos el Estado de bienestar. Esa sociedad en que las expectativas de empleo estaban relativamente aseguradas, el bienestar era ascendente y los riesgos eran calculables, ¿se ha perdido para siempre? ¿Es la nueva versión de ese capitalismo fuera de control que ha empezado a socavar el tejido social construido por los europeos desde 1945 un fenómeno irreversible?

Para Judt, el principio básico que rigió a las sociedades europeas de la segunda mitad del siglo XX –la firme convicción de que el mercado era necesario, pero que por sí solo no podía resolver ninguno de los problemas centrales sociales–, principio puesto radicalmente en entredicho por el Consenso de Washington, no sólo no ha caducado, sino que ha cobrado una actualidad más radical, una actualidad transformada.

Lo nuevo hacia el final del siglo XX, sostiene Judt, no fueron tanto las estrategias destinadas a hacer frente a la cuestión social, sino la emergencia de una forma política y social completamente nueva e inédita: la comunidad. Por primera vez aparece un orden, la Comunidad Europea y sus diversas instituciones, que es capaz de cercar al desempeño tradicional de lo que fue la forma del Estado. Desde los años 90, los estados europeos han dejado de ser el centro de la última decisión. Ahora deben actuar frente a otros ojos y responsabilidades que lo desbordan. Sin embargo, la apenas naciente comunidad ha sido socavada por sus propios centros financieros, ha sido puesta en hilo por la centralidad que en ella ocupan las redes financieras. Y Judt se pregunta: ¿podrá esta nueva forma política contender con el Estado para fincar una nueva forma de sociedad? Sólo si se convierte en una efectiva comunidad social, fue su respuesta.