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Con 23 años de edad, el cantante se mueve con soltura entre el country y el corrido

Ser punk no es traer picos, sino ser auténtico: Juan Cirerol, el de Chicali
 
Periódico La Jornada
Sábado 30 de julio de 2011, p. 7

La historia de Juan Cirerol ocurre en una frontera física como la cicatriz que separa a Mexicali de Caléxico, pero sucede también en otra línea –imaginaria–, por la que se mueve con soltura, donde existe entre tradiciones distintas: la música del sur de Estados Unidos y la del norte de México. El country y el corrido.

En uno de esos cruces vivió un joven que se burlaba de las patrullas que resguardaban el otro lado de la barda; en otro, un artista que confunde su propia biografía con la creación de un personaje que se hace cada vez más real.

Como toda historia artística que se respete, la de este joven norteño de 23 años de edad está repleta de anécdotas, muchas verosímiles pero en la que también abundan los episodios improbables. Distinguir la paja del trigo puede ser importante para retratar a una persona, pero tal vez no tanto para entender el trabajo de un artista.

Juan Cirerol se convirtió en Juan Cirerol como por epifanía. Después de una gira en 2008 por varias ciudades de Estados Unidos con su antigua banda de punk Cancer Bullet, apenas cruzó la frontera y puso el pie en Chicali –como se le dice en forma cariñosa a Mexicali, ciudad de temperaturas hostiles–, entró en una profunda crisis de identidad; sintió de pronto la incomodidad de quien lleva tiempo vistiendo ropa de prestado: algo no le ajustaba o le apretaba demasiado. La sensación de estar haciendo música en inglés, tratando de imitar a las bandas de punk que sonaban al otro lado del cruce internacional, le hicieron sentir el ridículo de quien es sorprendido tratando de colarse a una fiesta a la que no fue invitado.

“Me dije: ‘¿y ‘ónde quedamos nosotros, mexicanos cantando en inglés’?, ¿‘ónde quedamos?’ Me sentí muy falso… más de lo que me sentí en toda mi vida”, cuenta Cirerol con ese acento seco como el clima de Mexicali. “Para mí ser punk no es traer picos; sino ser auténtico y mis rolitas de country norteño son punks en ese sentido”.

Poseído por la necesidad de rencontrarse con lo que consideraba como propio –esa tradición musical bravucona y sentimental a la que pertenecen los corridos norteños–, tuvo que reinventarse, y en una sola noche compuso cuatro canciones de un tirón. Lo hizo para reividicarse consigo mismo, como método de sanación para exhalar ese medio ambiente mezclado con polvo seco que respiraba desde niño en Chicali. La estructura era de la de una canción tradicional, pero con ciertos ecos que venían del otro lado del Río Bravo, piezas con el aspecto del migrante que regresa a casa.

Juan quiso recuperar todo lo que escuchó en la casa familiar, la socarronería del Piporro y el coraje de Ramón Ayala y sus Bravos del Norte, así, igual pero diferente, si es posible. El género que siempre asoció a la imagen de un señor barrigón y empapado de cervezas, a punto del llanto por el despecho de una mujer, de pronto le pareció el vehículo ideal para contar la vida pero desde unas coordenadas más contemporáneas. Esa noche inspirada se preguntó qué ocurriría si los corridos sonaran casi en su forma tradicional pero hablaran de otra cosa.

Pensé por qué no hacer algo más juvenil, qué tal que no fuera de un vato que pasa droga al gabacho, sino de uno que se la mete o de uno que no tiene dinero ni para metérsela. De ahí provienen relatos autobiográficos como los de la canción Clonazepam blues, en la cual narra cómo siguió una juerga que termina en Hermosillo.

“Todo lo que dice la canción me pasó; hasta me da vergüenza decirlo –y hace una pausa que parece de pena sincera–, pero hasta dinero le tumbé a mi jefita, a mi mamá, y me fui e hice un cagadero”, relata el compositor, cuya primera audiencia fue la del espontáneo de las taquerías y las cantinas de Mexicali, las meseras y borrachos, y en donde a cambio de canciones se corría unas parrandas interminables.

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El intérprete que recibió la visita del compositor Rockdrigo González en un sueñoFoto Pierre-Marie Croquet

Así fue como nació el personaje de Juan Cirerol, un hijo de Dios y el Diablo, como buen habitante de cruce fronterizo, según lo describe Txema Novelo, uno de los responsables de la disquera con la que grabó su primer disco en vinilo, Valevergas discos, compañía que funciona menos como empresa que como una cofradía de anarquistas en la que comparte el timón con María Tejeda.

Hay en Juan Cirerol una suerte de linaje que heredó de su abuelo, Luis Romero, un hombre de 89 años al que llama Tata, que fue bracero en Estados Unidos y pasa el día sentado escuchando una estación de radio de música country de California. De aquel viejo nacido en la Sierra de Sonora le nació el gusto por contar historias, relatos que no se sabe si son del todo ciertos, pero al final eso es lo de menos; lo significativo para Cirerol es la sabiduría y el ingenio en una buena fábula. Además, como dice, ¿cómo no creerle a tu propio abuelo?.

“Una vez me dijo: ‘No te rompas la cabeza, mejor inventa cosas’, y de ahí yo pensé que a veces ciertas mentiras se pueden volver realidad”, recuerda sobre las enseñanzas del Tata. Yo mismo podría ser una mentira, pero una mentira que puede hacerse realidad. Al final todos somos un poco de mentira, un poco personajes.

Y tal como ocurre con los recién nacidos a los que se les busca obsesivamente el parecido con la boca del tío fulano y los ojos igualitos a la de la tía zutana, a Juan Cirerol le sobran los maniáticos que quieren encontrarle el parentesco. La manía más recurrente, quizá, sea la de verlo como la rencarnación de Rockdrigo González, con quien, por cierto, guarda un aire de familia. Para algunos es una comparación válida, aunque otros la consideran casi una herejía.

Sin embargo, Juan Cirerol asegura que conoció la música de Rockdrigo hace poco tiempo y que antes de eso nunca había escuchado el nombre del autor de Urbanistorias. De hecho, la insistencia por comparar sus composiciones terminó por sugestionarlo y cuenta, no se sabe si en serio o en broma –otra vez parado en una frontera–, que recibió la visita del compositor tamaulipeco en un sueño.

“Rockdrigo llegaba en mi sueño a un camerino donde yo estaba, vestido tal como lo había visto en un video y empezó a decirme –aquí la voz de Juan se vuelve cómicamente de ultratumba–: tú vas a ser tal cosa, te entrego mi guitarra, y luego me dio sus bendiciones. Cuando desperté, tenía la misma sensación que quien sueña con su papá muerto.”

Es un sueño, dice entre risas y voltea ver a Martín del Prado –antiguo amigo del barrio y ex compañero de armas con la antigua banda de punk–, quien ahora es parte fundamental en el proyecto de Juan Cirerol. Aunque para muchos representan la renovación de la música popular norteña, ambos recorren el país como un dueto tradicional, uno que va a cada concierto como si se tratara de una carne asada en una soleada tarde de Chicali. Y ahí, entre cervezas y amigos, tocar rolas del populacho para el populacho, y como él mismo dice, todo fine, todo fine.