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Ver día anteriorSábado 5 de enero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hirschmanías: hacerse rosca
P

ara Albert Hirschman la voz es una forma de presión política y la salida una forma de presión económica, pero no son necesariamente sustitutos, sino frecuentemente complementarios. El factor lealtad influye decisivamente en la interacción entre voz y salida. Con altos costos de entrada a la organización o penas severas para la salida se consolida la lealtad, al tiempo que se reprime el uso de la voz o de la salida o de ambos. Sólo cuando hay sustitutos disponibles y los costos de salida son bajos la lealtad se erosiona.

En un libro que apenas terminé sobre la larga e incierta transición mexicana, utilizo este marco de referencia para describir dos momentos de esa transición. El arreglo institucional que prevaleció hasta 1997 se sustentaba en un presidencialismo exacerbado, un partido hegemónico y la primacía de las reglas informales sobre las formales. En términos hirschmanianos la voz estaba administrada por el peso del presidencialismo a través de diversos escalones jerárquicos, tanto en el partido como en el gobierno, la salida tenía un precio muy alto dado que las alternativas políticas fuera del régimen, tanto a la derecha como a la izquierda, eran más bien simbólicas cuando no altamente peligrosas, y la lealtad, una lealtad por contubernio –producto inicialmente de amplios y porosos principios ideológicos y sobre todo por razones pragmáticas– se constituía en el engranaje que limitaba la voz y bloqueaba la salida. Pero, además, en esos arreglos jugaba un papel clave lo que Hirschman llamó el monopolio indolente. A este tipo de monopolio le conviene un cierto grado de concurrencia, es decir, una limitada opción de salida para poder librarse de los elementos más exigentes de su organización. De esta manera, compra su libertad para deteriorarse. En los arreglos pre 1997 la disidencia individual, dentro o fuera del PRI, era canalizada al servicio exterior, a la administración cultural o a los dos partidos de lealtad incondicional: el PPS y el PARM. En todos los casos desde luego la represión selectiva cerraba el círculo de un arreglo cuyo objetivo central era desarticular cualquier forma de organización por fuera del régimen autoritario.

Después de 1997 se modificó una de las piezas centrales, el partido hegemónico. Se abrió la competencia electoral y se configuró un sistema tripartita de partidos. Muchos analistas consideraron que ese cambio llevaría a modificar la división de poderes y, consecuentemente, a modificar el presidencialismo y a imponer las reglas formales sobre las informales, o sea, el estado de derecho. Pero eso no ocurrió: así como la mano invisible de la economía no existe salvo en modelos, tampoco la mano invisible de la política existe. Sin reforma del Estado la transición democrática hubo de congelarse o abortar.

El costo de la salida se bajó dramáticamente a partir de la escisión en las elites, producto de la salida del PRI de la Corriente Democrática y la creación del PRD, y con la competencia electoral acicateada por las reformas de 1994 y 1996 se erosionó la lealtad. El conjunto abigarrado de fuerzas sociales articulado en el antiguo régimen por el presidencialismo se desmadeja con su debilitamiento y en ausencia de otro tipo de arreglo institucional, lo que ocurre es fragmentación y emergencia de poderes fácticos.

Se desemboca en un régimen especial, donde la voz se convierte en cacofonía, la salida y la entrada se confunden y, en todo caso, son sumamente baratas para todos los actores, y la lealtad se convierte masivamente en semilealtad cuando no deslealtad.

Estos primeros 30 días del nuevo gobierno –con su saldo ambivalente tanto en la política como en la economía– explora distintas vías de recomposición del sistema, rompiendo con esa tradición mexicana que habría fascinado a Hirschman: hacerse rosca ante los graves problemas nacionales. Y eso cerca del Día de Reyes ya es algo.

Twitter: gusto47