Opinión
Ver día anteriorDomingo 10 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Sin querer

H

ace cuatro años no imaginaba que vendría a trabajar a un taller de máscaras, y menos que al acercarse el carnaval llegaran tantos clientes a comprarlas. En cuanto veo que empiezan a florear los colorines y las jacarandas, le digo a mi madre que no volveré a la casa hasta la noche porque es temporada de tal actividad que ni siquiera salimos a comer.

No me pesa. En cambio, en la fábrica sí, porque eso significaba mayor presión y turnos dobles soportando el ruido de las máquinas. Era tan fuerte que no podía oír a mi asistente de área, a un metro de distancia, y por eso no hablábamos. Silenciosas, con nuestras batas grises parecíamos zombis, como los que ahora se ven tanto en las películas. Aquí todo es distinto, empezando porque no hay reloj marcador, el ruido es mínimo y nada más somos tres. Rosendo se encarga de tallar las figuras, Hilario de pintarlas y yo de darles el terminado.

Con el tiempo espero aprender el oficio de mis compañeros, en especial a tallar. He visto que es muy difícil convertir un trozo de madera en una máscara. No es lo único que hace Rosendo. Sabe mucho y es capaz de hacer angelitos, rostros, diablos, animales. Estos le salen tan bien que uno, al verlos, cree que hasta respiran.

Me he dado cuenta de que lograrlo es muy laborioso. Rosendo me asegura que no tanto, pero se requiere de mucha paciencia para esperar a que la madera hable y diga la forma que guarda por dentro.

II

La primera vez en que Rosendo me dio esa explicación me le quedé mirando como si estuviera loquito o tomándome el pelo. Ya me di cuenta de que él está en lo cierto. Me gusta verlo cómo se pasa los minutos, y a veces las horas, observando un madero, dándole vueltas, siguiendo con su índice las vetas que luego serán relieves y sombras en una cara o en el lomo de un animal. Rosendo puede hacer desde un elefante o un oso hasta una hormiga.

El otro día me di cuenta de que nunca ha tallado un perro. Le pregunté si no le gustaban. Me dijo que sí, y mucho. Le confesé que a mí también, pero no puedo tener uno porque en mi departamento no hay espacio y al pobre animal tendría que refundirlo en un rincón o hacer como mi vecina: tiene un cachorrito de pastor alemán precioso. Como teme que se lo roben, cuando sale a trabajar deja al perrito encerrado en el clóset.

Al oírme, Hilario se enfureció y me dijo que en vez de asombrarme tanto mejor denunciara a mi vecina ante una sociedad protectora de animales antes de que el cachorro se asfixie. Rosendo no dijo nada. Tomó un trozo de madera que guarda desde hace tiempo y se puso a mirarlo, pero no como lo hace otras veces, sino con una expresión muy triste. Comprendí que su actitud tenía que ver con lo que acababa de contarle. Me sentí mal por eso. No pude quedarme callada y me disculpé con él por haberle recordado sin querer una cosa desagradable. Me sorprendió la forma en que repitió sin querer y luego se quedó muy pensativo.

Tuve curiosidad por su actitud, pero ya no le pregunté nada. Me armé de paciencia. Como Rosendo cuando espera a que un tronco le revele la forma que lleva dentro, aguardé a que de su silencio saliera el motivo de su aflicción. Imaginé muchas razones, pero ni en sueños la que me explicó.

III

“Maté al Rex. Fue sin querer y todo por devolverle a Rafael, mi vecino, una mala pasada. Él tenía dos hermanas. Por ser el único varón sus padres lo mimaban tanto que lo hicieron un niño consentido. Ojalá con el tiempo se le haya quitado lo chismoso y lo llorón. A Lázaro, su padre, dueño de un puesto de fruta, le iba bien. Podía darle a Rafael cuanto se le antojara, precisamente aquello que me resultaba imposible tener. La situación de mi familia era difícil: mi papá era tahonero y mi mamá cocía ajeno en la casa. Con lo que ganaban entre los dos apenas teníamos para lo indispensable.

“Crecí escuchando la misma palabra: Olvídate. En ella cabían todos mis sueños: ir de excursión o al cine, comer en un restorán, ponerme ropa nueva y no de segunda mano. En medio de todos esos antojos mi anhelo más grande era tener un perro. Para quien es hijo único la compañía de un animal es muy importante.

“Un domingo que estaba en la puerta de la vecindad vi llegar a Lázaro con un cachorro blanco entre los brazos. Además de ser muy bonito era gracioso porque tenía una mancha negra rodeándole el ojo izquierdo. Me acerqué a acariciarlo y Lázaro me dijo que iba a regalárselo a Rafael porque era su cumpleaños. Si en algún momento supe lo que es el odio fue aquella mañana.

“Todas las tardes, al volver de la escuela, Rafael salía al patio para jugar con Rex. Una vez me atreví a sumarme a ellos, atrapé a Rex y me alejé corriendo hacia el zaguán. No pensaba ir más allá, lo juro, pero Rafael imaginó otra cosa. Nunca olvidaré el tono afeminado con que le gritó a su mamá que yo quería robarle su perro. Leonor armó un escándalo tremendo. Mi madre salió en mi defensa y después de que se aclararon las cosas me repitió la dichosa palabrita y luego una orden: Olvídate de acercarte a ese animal. No quiero problemas con los vecinos. Debo de haber puesto una cara terrible porque Leonor me hizo una caricia y me dijo: Comprende a mi niño. Se puso nervioso porque adora a Rex. Cuando regresa de la escuela va directo a buscarlo y no come si el perro no lo hace también.

“La siguiente ocasión en que encontré a Rafael con su perro, para demostrarme que él era su único dueño, lo tomó con brusquedad del pescuezo y se puso a jalarle las orejas y a darle golpecitos en el hocico. Los chillidos de Rex se mezclaron con las carcajadas de Rafael y me alejé para no sufrir con la escena.

“No sirvió de mucho. En otras tardes los juegos de Rafael con el perro se hicieron más violentos y absurdos. Ante la resistencia y los gemidos de Rex Rafael le gritaba: Pero si sólo estoy jugando. Sabes que te adoro y que sin ti me moriría. Llegó un momento en que no pude más y decidí robarme a Rex.

“Lo logré. Una mañana en que Rafael dejó solo al perro en el patio, lo atrapé, corrí a la casa, entré en mi cuarto y cerré la puerta para jugar con Rex. Mi madre no pudo oírnos porque tenía encendida la televisión y el motor de su máquina de coser era ruidoso. Dejé de escucharlo cuando llegaron gritos llamando a Rex. El perro reaccionó. Para acallar sus ladridos se me ocurrió envolverlo muy bien en una colcha y esconderme con él bajo la cama.

“Allí permanecimos durante todo el tiempo que se prolongó la búsqueda. Cuando los gritos se alejaron pensé en abandonar mi escondite y aparecer en el patio fingiendo que acababa de encontrar al perro. Tan nervioso y tan absorto en mi plan no supe en qué momento Rex dejó de respirar. Sin querer lo asfixié, lo maté. Hasta la fecha, no olvido la rigidez del cachorro y aún siento pánico.”

No supe qué decir. Dudo que volvamos a tocar el tema. Sólo espero que algún día Rosendo encuentre en un trozo de madera la figura de Rex. Como las otras que él ha tallado será tan hermosa y tan real que hasta le parecerá que respira.