Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 10 de febrero de 2013 Num: 936

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El misterio de la escritura
Mariana Domínguez Batis
entrevista con Vilma Fuente

Marcel Sisniega: literatura, cine y ajedrez
Ricardo Venegas

Eduardo Lizalde:
cantar el desencanto

José María Espinasa

Rubén Bonifaz Nuño,
la llama viva

Hugo Gutiérrez Vega

El naufragio de la cultura: educación
y curiosidad

Fabrizio Andreella

El espectáculo
del presente

Gustavo Ogarrio

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
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Prosaismos
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Enrique López Aguilar
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Narcocrítica

La palabra “crítica”, como se sabe por la cantidad de ocasiones en que se ha insistido en eso, significa que algo se  “pone en crisis” y es positiva o negativa. En el caso del arte, el crítico debería ser alguien con gran destreza e información dentro del campo de su competencia, lo cual le permite “dictaminar” una obra o un autor, y esclarecer los méritos de un trabajo de índole estética, meditación dirigida hacia otros colegas, hacia un público medianamente entendedor, o hacia un público que no sabe mucho acerca del tema. Debe suponerse una condición ética por la que el crítico buscará explicar los (des)entendimientos con su objeto de análisis, lo cual exige cierta liberación de prejuicios personales, objetividad y honradez. De manera que elegir un producto estético para encarnizarse con él o con su autor, o para elevar ensalzamientos interminables para los mismos, resulta una tarea un tanto estéril: el crítico debe guardar un equilibrio entre la crítica melosa y la vitriólica, sobre todo si ambos términos no son sino uno de los nombres de la subjetividad.

Cada obra sigue su propio camino: el del olvido (que tiene que ver con ninguneos, ignorancias, preferencias, intereses y cánones no siempre comprensibles en cuanto a su “establecimiento”), o el de su amplia difusión. La obra crítica casi nunca es recordada porque, entre otras cosas, no hay una tradición lectora que aprecie la conservación de la misma, salvo para quienes investigan la historia de los cánones estéticos, la teoría de la recepción y el proceso de ciertas obras, lo cual envuelve en un halo de academicismo a sus posibles lectores. Si, por ejemplo, se recuerda a los críticos de Góngora o Wagner, casi siempre es para burlarse de su torpeza (incluido Nietszche quien –por razones personales–, en su momento, puso a Bizet por encima de Wagner), o el paso de la fascinación al detestamiento, como se ejemplifica con la Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa –tesis doctoral presentada en la Universidad Complutense de Madrid el 25 de junio de 1971–, quien compuso una extensísima obra de crítica celebratoria para Cien años de soledad y Gabriel García Márquez, antes de incurrir en una suerte de odio y distanciamiento del autor colombiano (anunciado con un certero puñetazo sobre la cara de Gabo en México, en los años setenta), prolongado hasta la actualidad.


Milan Kundera

Odios, ninguneos, intereses de capilla y pasiones extrañas pueden rodear a la crítica. (“Hay que acabar con José Emilio Pacheco –me dijo, con vehemencia, hace veinticuatro años, un joven que todavía no dirigía revistas ni realizaba otras actividades literarias–, es peligrosísimo.”) Y lo mismo percepciones oblicuas y personalísimas –por lo mismo, subjetivas–:  “César Rodríguez Chicharro nunca pudo decir que le gustaban mis poemas.”

En la tradición pre-escolástica de las diatribas contra algún filósofo –predicador, pensador, escritor– considerado herético, cuyos títulos (generalmente epístolas, puesto que no existía la noción de ensayo, aunque sí la de “crítica”) iniciaban con la palabra Contra…Ha llegado a mis manos un ejemplar titulado Contra Kundera. El autor es un serbio radicado en Toronto. La intención de esa obra “crítica” es demoler al escritor checo: se le “reconoce” una novela meritoria, La broma, y se habla mal de La lentitud, pero nada más. Casi ninguna mención al resto de las obras narrativas de Kundera. El libro es un golpeteo incesante donde se pretende demostrar que Kundera no la hace como escritor, reflexionador, lector, aficionado a la música, ni como nada, lo cual lleva a la pregunta: ¿para qué golpear con tanta virulencia a quien es Nadie, Nada?, ¿el golpeteo tiene que ver con su fama? Por otro lado, la “crítica” se concentra en dos libros de Kundera, que no son novelísticos, sino de “arte poética”:  El arte de la novela y Los testamentos traicionados.

Queda claro que el autor de la diatriba está enamorado de Dostoievski y Kafka, y que algo sabe de música. Lo que no se entiende es para qué atacar a Kundera en lugar de ensayar una obra sobre las propias filias dostoievskianas y kafkianas. ¿Será porque George Steiner ya edificó una obra magistral, Tolstoi o Dostoievski? ¿O porque mucha tinta ha corrido acerca de diversos compositores del siglo XX? Cuando al autor se le olvida que pretende pulverizar a Kundera, surgen las mejores páginas de su libro, aquellas en las que sólo habla de Kafka y de la música. Cuando se acuerda de que su propósito era hacer chicharrón kunderiano, se acaba la reflexión y surge la “narcocrítica”: el descuartizamiento del autor “analizado”