Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 10 de febrero de 2013 Num: 936

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El misterio de la escritura
Mariana Domínguez Batis
entrevista con Vilma Fuente

Marcel Sisniega: literatura, cine y ajedrez
Ricardo Venegas

Eduardo Lizalde:
cantar el desencanto

José María Espinasa

Rubén Bonifaz Nuño,
la llama viva

Hugo Gutiérrez Vega

El naufragio de la cultura: educación
y curiosidad

Fabrizio Andreella

El espectáculo
del presente

Gustavo Ogarrio

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
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Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
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Ilustración de Juan Puga

El espectáculo del presente

Gustavo Ogarrio

En 1967, Guy Debord publica su célebre libro La sociedad del espectáculo, un verdadero manifiesto teórico que analiza y describe en 211 parágrafos la transformación de la subjetividad contemporánea –entendida como espectáculo– y su articulación emocional al capitalismo corporativo. En el parágrafo 3, Debord afirma: “El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación. En tanto que parte de la sociedad, es expresamente el sector que concentra todas las miradas y toda la conciencia.”

El texto del pensador y cineasta francés sigue siendo una herramienta para reflexionar sobre la totalización de esa sociedad del espectáculo que ahora vivimos de modo más radical. Sin embargo, en nuestros días encontramos un elemento que hace algunas décadas todavía no se configuraba de esta manera: lo público y lo privado, al volverse espectáculo, tienden a formar un solo ámbito, el de la intimidad divulgada, puesta en escena, exhibida. El ámbito de la intimidad del dolor transformada en mercancía.

Unificar armonizando las contradicciones subjetivas y materiales de la vida actual, concentrar la mirada en un sector que hace espectacular la apariencia y la intimidad, que cultural y políticamente sostiene el mundo del espectáculo: actrices, actores, conductores, opinadores, políticos, intelectuales, etcétera. Asistimos al montaje de la piedad mediática; el altruismo como el modo más eficiente para transformar el dolor y los cuerpos “rehabilitados” en mercancía.

Las emociones diáfanas en donativos: el Teletón

En 1978, el conductor de televisión chileno conocido como don Francisco, Mario Kreutzberger, echa a andar en plena dictadura pinochetista lo que se le conocerá como la Teletón: el “compromiso” corporativo de los medios de comunicación en Chile para apoyar a personas con discapacidad. El 12 de diciembre de 1997, en México se toma la iniciativa de don Francisco y Televisa convoca a setenta medios de comunicación, personalidades del espectáculo y de la política, empresas y “a toda la nación… para trabajar arduamente por la rehabilitación de niños y jóvenes con discapacidad”. En 2012, el Teletón en México cumplió dieciséis años.

Las imágenes se quieren de alto impacto emocional; niñas y niños con alguna enfermedad crónico-degenerativa, captados en una sonrisa, en su silla de ruedas después del accidente, con muletas, en algún gesto que ayude a canalizar la ansiedad del televidente en una donación generosa. Las palabras son siempre emotivas o conmovedoras: “Hacer de esto nuestra vida fue una mezcla de amor, de libertad, de compromiso”, afirma la dramatizada voz en off del promocional del Teletón 2012. El espectáculo es un humanismo: es imperturbable el dominio de los sentimientos cuando se trata del altruismo capitalista, cuando el gran espectáculo de la donación en pantalla usa como mercancía simbolizada la sonrisa de los que sufren… El cuerpo de las niñas y niños que se muestran para divulgar el Teletón está investido del poder del mundo del espectáculo y es una definición altruista de mercancía, manifestada como donativo en el horizonte de la apariencia televisiva. Afirma Debord: “El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más: lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece.”

El sentimentalismo bajo el cual se expresa el mundo del espectáculo en nuestros días no es una simple exageración romántica, no es la pura continuidad erosionada del romanticismo y de sus emociones desbordadas, es la clave emocional del capitalismo en su dimensión mediática; la devoción televisiva de la donación es una de las formas modernas de la transfiguración de la piedad cristiana y una poderosa simbolización de un acto de reparación social que ya no tiene al Estado como protagonista. La salud pública en manos del espectáculo, del rating, de la caridad corporativa y de la acción monopólica de los grandes corporativos de la comunicación.

Esta piedad televisiva trabaja en la inversión ideológica de cierta perversidad moral: da por hecho que nadie, ningún ciudadano transformado en espectador, podrá regatear una donación para curar a un niño en silla de ruedas, o para un tratamiento de rehabilitación; la perversidad mediática radica también en que la atención médica depende estrictamente de un espectáculo, de su “éxito” entendido como donación. El Teletón es auto-celebratorio porque está blindado contra cualquier sospecha o crítica (a pesar de que tanto en Chile como en México no sean pocas las acusaciones en su contra por evasión fiscal), su gloria está garantizada: “El carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo se deriva del simple hecho de que sus medios son a la vez sus fines. Es el sol que no se pone nunca sobre el imperio de la pasividad moderna.” (Guy Debord).

Si se duda de las intenciones altruistas del Teletón se duda de la nación misma, entendida como espectáculo de las emociones más allá de cualquier ideología, es decir, hereda la mitomanía nacionalista, destila esa imposición de la obligación moral y una identidad sellada por la ética uniformizadora y absoluta del donante, porque el Teletón es un proyecto de unidad nacional. Cada mexicano es un donante potencial, cada no donante es un inminente traidor a la patria.

La máscara mediática de la miseria de un país, el uso televisivo de los cuerpos de niños y jóvenes, ya no es simple propaganda o manipulación, es ahora la mostración directa de un dolor y un daño despojados de comprensión social e histórica. Un espectáculo que impone la pureza de las emociones y en el que se fusionan el daño dulcificado de niñas y niños, la política como pasarela mediática altruista, la donación corporativa como propaganda; en el sentido último del espectáculo como compromiso altruista, el dolor es la mercancía para la promoción desmedida de artistas, políticos, empresas y los corporativos de la comunicación; es la verdadera política para compensar simbólicamente la ausencia del Estado. Es más, integra y somete de tal manera a la clase política y empresarial que es transparente el mando que ejerce sobre ella, el poder para establecer, mediante la donación y la propaganda, lo social y políticamente correcto. Como afirma Debord, el espectáculo “es el corazón del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de diversiones, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante”