Opinión
Ver día anteriorLunes 23 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Un grito a 30 mil pies de altura
¡M

exicanos!... ¡que vivan los héroes que nos dieron patria!... ¡que vivan los héroes de la Reforma!... ¡que vivan los héroes de la Revolución!... ¡que viva México!... ¡que viva México!... ¡que viva México! Íbamos a 30 mil pies de altura y volábamos ya sobre el espacio aéreo de Perú. Hacía media hora que habíamos despegado de Antofagasta, una base militar chilena frente, materialmente, a la frontera con Perú.

Nada teníamos que andar haciendo en Antofagasta, en donde, al aterrizar y taxeando, fuimos hasta donde habia algunos camiones pipa que traían, agua unos, y otros gasolina para avión.

La actividad allá, fuera del avión, se podia adivinar, porque verla, ni siquiera por curiosidad; ya habian anunciado que si alguien descorriera alguna de las ventanillas, ametrallarían el avión.

En esa aeronave, un DC-9 de Aeronaves de México, iban la familia más cercana del ex presidente Salvador Allende. Tencha, su viuda, una mujer muy guapa todavia, con ojos color violeta y con un ánimo increíble, acababa de acudir a sepultar a Allende, en el panteón en el que los militares ya tenían mucha práctica, y no le permitieron ver dentro de uno de ellos, por última vez, a su esposo, con quien ella había seguido su accidentada carrera política. En esta ocasión habían triunfado y Allende fue el presidente, planteando la estrategia de la democracia, para llegar al socialismo, es decir, dicho de otra manera, al socialismo democrático, con el triunfo mediante el voto y no por la fuerza de las armas, como en las revoluciones, para alcanzar el poder por la fuerza de las armas, como lo logró Fidel Castro en La Habana, cuando huyó Batista, después del brindis de año nuevo.

Después de muchas dificultades, jaloneos y empujones, gritos y amenazas, algunas de ellas verdaderamente inconcebibles, como impedir por la fuerza a doña Tencha ir a los baños del viejo aeropuerto de Pudahuel, tuve necesidad de convocar a los embajadores, a los que hubimos de invitar como testigos de lo que previmos que podía suceder, y que sucedió, así que la presencia de algunos embajadores amigos míos, como Moshe Tov, de Israel; Mario Juárez, de Guatemala; Bazov, de la Unión Soviética; Harald Edelstam, y el de la India, moderaron bastante la brutalidad de los soldados y carabineros, a la que había que enfrentarse para ir pasando uno por uno de los asilados bajo nuestra protección por una vereda de unos 100 metros más allá del aeropuerto, en los que podían pasar nuchas cosas, si no hubiéramos estado muy alertas, mis compañeros y yo mismo. No faltó a quien por la fuerza bajaran de la aeronave y luego obligado a correr, si no hubiéramos llegado Edelstam, Tov y yo, para impedirlo.

Nuestro argumento en la junta que tuvimos allí mismo con el encargado general y dos oficiales más era que quienes estaban al frente del gobierno correspondiente al régimen de excepción (como se le denomina eufemísticamente en teoría política), en presencia de los otros embajadores se moderaban un poco, así que salvo los problemas que ellos tuvieron para regresar en la noche, ya conmigo en el avión, y con algunos pasajeros que les hicimos falta, aunque Harald Edelstam, soldado en la Segunda Guerra Mundial antes de ser embajador, se prestó a manejar uno de los autobuses de regreso, y junto con el entonces capitán Orlando Carrillo Olea, que manejó el otro, y valientemente le salvó la vida al gerente de la editorial Quimantú, envolviéndolo en la bandera mexicana, los choferes de los autobuses se habían ido, puesto que ya eran más de las siete de la tarde y ya se había iniciado el toque de queda.

Así que tuvimos que despegar en un ambiente de campo de concentración: cuatro tanquetas a los lados de las alas y dos más atrás, reflectores suficientes para iluminar el estadio Azteca y el Maracaná.

Después de Antofagasta, cuando el capitán de la nave anunció por el sistema de sonido del avión que ya estábamos volando sobre el espacio aéreo peruano, los pasajeros estallaron en expresiones de alegría y cantaron algo muy mexicano y otra completamente chilena; había ya también recuperado la confianza.

En esas estábamos, cuando un periodista mexicano que iba sentado junto a mí me preguntó: ¿te das cuenta de que es la una de la mañana en Chile del 15 de septiembre en México, y, por lo tanto, son las 11 de la noche en México? Luego entonces, en este momento es el 15 de septiembre y las 11 de la noche, es decir que es la hora del grito de libertad en el Zócalo de nuestro país. Para entonces, una de las aeromozas ya había acercado la bandera mexicana del equipo del avión, todo mundo se puso de pie, y yo con esa bandera di el grito. Con lágrimas en los ojos y nudos en las gargantas, chilenos y mexicanos cantamos el Himno Nacional mexicano. algunos todavia con rastros de angustia en el rostro. y otros con una sonrisa en los labios que denotaba confianza en su futuro y satisfacción porque les esperaba una nueva patria, y ya nada podrían hacer ahora los golpistas por impedirlo.

Nosotros, los mexicanos a bordo, no solamente el embajador, mostrábamos de cualquier manera que habíamos cumplido con el contenido del Tratado de Asilo de Caracas de 1954, y con la tradición de la gran diplomacia de México, de los grandes embajadores que nos trazaron una ruta imposible de no intentar seguirla, teniendo éxito, como ellos, en su noble visión. Los nombres de Luis I. Rodriguez, Gilberto Bosques, Isidro Fabela, Vicente Sánchez Gabito, Luis Padilla Nervo y Rafael de la Colina, han dejado trazada con firmeza y claridad la ruta que el cuerpo diplomático ha de seguir en donde sea, en cualquier parte del mundo y en todo momento.

Por ahora reiteramos a los asilados a quienes se les ha podido dar un pedazo de patria para compartir, escuela para sus hijos y vivienda para la familia, y que han puesto el mejor de sus esfuerzos en su trabajo, con un saludo desde La Jornada, reitero al líder ejemplar Eduardo Contreras y a todos sin faltar, y muy especialmente a los niños que jugaban ayer todavía en la sala Jaime Sabines, que nos anima a nosotros, el mismo espíritu que nos mantuvo en la lucha en Santiago, con quienes apenas ayer cantamos los himnos nacionales de Chile y de México.