Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Lo guantes rojos

-T

e estás matando con la bebida. No soy nadie para impedírtelo. Respeto tu decisión pero no voy a contribuir a tu ruina dándote dinero para que sigas emborrachándote. De mí no vas a conseguir ni un centavo. Tu madre, Sarita, que en gloria esté, no me lo perdonaría– le dije a Ernesto cuando se me presentó en la tienda.

–Jefa, no he comido. Présteme para un taco –me respondió el muy mañoso. No me dejé convencer y me ofrecí a mandar por unas tortas a la lonchería. Sin decir nada, Ernesto salió pero se quedó un ratito mirando el aparador. Al verlo enflaquecido y descuidado, me resulta difícil pensar que este muchacho sea el mismo niño que al salir de la escuela se detenía frente a mi tienda de artículos deportivos.

En aquella época Ernesto ha de haber tenido once o doce años. Lo recuerdo igual de moreno que ahora, delgado, alto para su edad, con el pelo hasta las cejas y comiéndose con los ojos los aparadores. Una de las pocas veces en que se atrevió a entrar aquí descubrió los guantes rojos que el Kid Azteca me regaló autografiados. (Son mi amuleto.) El niño –de quien entonces no sabía el nombre– me preguntó si le daba permiso de probárselos.

A nadie se le había ocurrido algo así, ni siquiera a los muchachos que entran para comprarme vendas o protectores cuando van al gimnasio de la esquina. El detalle me llamó la atención, no pude negarme y yo misma le calcé los guantes. Le quedaban inmensos y sus brazos parecían dos cerillos. Iba a decírselo pero no lo hice porque me impresionó la forma en que Ernesto se puso a tirar golpes frente al espejo.

–¿Quieres ser boxeador?

–Sí.

–Es un deporte muy peligroso, te puede pasar algo.

–Ya lo sé y por eso me gusta.

–¿Sólo por eso?

–Y porque voy a ser campeón.

–¿Cómo te llamas?

–Ernesto.

–¿Qué más?

–Ernesto Campeón.

Entre los jóvenes que vienen aquí había oído decir mil veces lo mismo, pero el único que realizó ese anhelo fue Ernesto, El Torbellino del Ring.

II

Ernesto tiene 23 años. Aún le sobra tiempo para seguir ganando títulos. No le importa, no se cuida ni ha vuelto al gimnasio. Desde que mató de un golpe a Santos Portilla, El Chalquito, no quiere saber nada del boxeo. Ojalá que tenga vida para enmendar ese error; pero de seguir como va, temo que no dure mucho. Si no lo mata el alcohol lo matará la culpa.

Ojalá que alguien pueda quitársela porque yo no lo he logrado. Juro que nada me gustaría más que eso, aunque Ernesto no vuelva al ring, aunque decida meterse a vender ropa o a cargar bultos, lo importante es que se salve de su infierno. Cualquier cosa será mejor para él que pasarse días sin hablar con nadie y noches sin dormir –él me lo ha confesado– pensando en aquella pelea y suplicándole a Dios lo imposible: que el tiempo retroceda y que su puño izquierdo se paralice en el aire una fracción de segundo antes de que pueda asestar el golpe que mató al Chalquito y lo está matando a él.

Las pocas veces que Ernesto se presta a que hablemos y le recuerdo lo que dijimos el día en que se probó los guantes del Kid Azteca me sale con que no lo entiendo porque no sé cómo se siente oír que el conteo llega a siete, ocho, nueve... y que el rival permanezca inmóvil en la lona teñida de sangre, con los ojos perdidos entre la hinchazón de los párpados y la boca abierta por donde se le escapan el protector y el último suspiro.

III

Borracho, Ernesto me ha contado que, cuando vio caer a su contrincante, sintió ganas de hincarse y provocar al Chalquito como lo había hecho cuando eran compañeros y a la salida de la escuela se liaban a golpes sólo para medir sus fuerzas: Éntrale, cabrón. ¿No que tan macho? Era suficiente para que El Chalquito se levantara convertido en una furia temible y demoledora.

Al fin de la pelea, maltrechos y seguidos de sus respectivas porras, los dos se iban hasta la parada del camión. Mientras llegaban hacían el inventario de los daños sufridos y las mismas promesas: La próxima vez, pinche Santos, te juro que voy a darte en la madre. Mejor me das a tu hermana.

Ese invariable y torpe juego de palabras hacía desaparecer su amistosa rivalidad. Muy poco después resurgía entre el polvo de algún terreno baldío y los escupitajos de sus ávidos compañeros: Dale, duro, ¡dale! Arriba, güey, arriba. ¡Ya lo tienes! Rómpele el hocico, para que se le quite lo hablador.

Todo eso –me contó Ernesto– él lo repitió mentalmente en el round fatal y decisivo para darle tiempo al Chalquito de reponerse y seguir peleando. Levántate, cabrón, ¿no que tan macho? Inmovilidad. Silencio. Los flashes captando la expresión pavorosa del vencido y el brillo del sudor enfriándose en su cuerpo lastimado. Su desconcierto y el momentáneo silencio de los espectadores despiden al Chalquito: su compañero de escuela, su amigo de infancia, su eterno adversario.

IV

Aunque me duela, reconozco que mi método para que Ernesto olvide sus sentimientos de culpa es contraproducente. Sin querer le recuerdo detalles de su noche de triunfo en la que al mismo tiempo sufrió la peor de las derrotas.

Me había propuesto olvidar mis intentos salvadores; pero hoy en la mañana, cuando Ernesto vino a pedirme dinero bajo la excusa de que no había comido, volví a las andadas:

–Por la buena te lo digo: no dejes que la culpa te venza. No cometiste ningún crimen. Fue un accidente profesional. Lástima que el perdedor haya sido tu amigo. Piensa que las cosas podían haber sido al contrario y que él se hubiera llevado el campeonato. En tal caso ¿cómo crees que estaría reaccionando El Chalquito?

No me respondió y como me di cuenta de que no lo haría, cambié de tema. Le reproché su alcoholismo. Le advertí una vez más que ni en sueños voy a darle dinero. Mientras hablaba tuve la sensación de que los papeles se habían cambiado y de que me dirigía al Chalquito y no a Ernesto. Un sueño tan imposible como el ansia de mi amigo de que el tiempo retroceda hasta una décima de segundo antes de que él aseste el golpe que resultó fatal para los dos: al Chalquito le arrebató la vida, a Ernesto los deseos de vivir.