Opinión
Ver día anteriorLunes 18 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una mutua devoción
A

primera vista todos pensaban que eran hermanas. Y a segunda vista también, realmente se parecían. El mismo corte de rostro, blanco, algo alargado, pelo negro negro, fina figura con ciertas prominencias agradables de ver, mayores en Taira. Pero los labios de Malena sí que eran otra cosa. Y sus finas pecas. En fin. Esa noche, como de costumbre, llegaron de la mano sonrientes y relajadas. Siempre sabían socializar, estaban en las conversaciones, pero cuando se separaban, como astros de órbita garantizada no dejaban de mirarse con cariño y dulzura a lo largo y ancho de las veladas, como aquella cuando quedaron en extremos opuestos de la sala de Ruth y Gabriel. Nunca me acostumbré a la intensidad con que se admiraban, encarnando lo que de otro modo es un mito. Se habían enamorado la una de la otra porque estaban enamoradas de sí mismas. Cuando te ocurre algo así, no ha de ser lo mismo un espejo plano, de frío vidrio, que un cuerpo enfrente que te completa. No sé si eso sea envidiable, pero sí lo era la dicha que les proporcionaba tenerse. La irradiaban.

Taira estudiaba en Arquitectura cuando conoció a Malena a punto de abandonar Medicina, quería viajar, tú sabes. Taira tenía novio en plan bastante formal. Malena estaba a un paso de convertirse en la loca de la casa. Rondaban ambas arriba de los 25. La sorpresa mutua fue mayúscula. Qué hallazgo. No sólo de una ni de la otra, sino del hecho que comprendieron desde el primer momento que no podrían ya vivir la una sin la otra. Nunca Narciso fue más perfecto.

Extrañamente, o no, las dos sabían de la otra. En más de una ocasión alguien las confundió, hola Taira, ay disculpa, es que te pareces. Fuera de la universidad sus mundos no se parecían nadita, pero la vida se permite sus caprichos y experimentos, total qué tomaba que sus senderos se cruzaran un día en los vastos jardines del campus y estuvieran frente a frente de pronto bajo el sol de las 12.

La que conocía yo era Malena. En la generación todos estábamos clavados con ella, pero ella con nadie, típico. Además era mayor que nosotros. Tenía un historial amplio y misterioso. A mí me adoptó de amigo, que ya era mucho, pero cuando apareció Taira en su vida todo se volvió distinto. Su devoción mutua fue inmediata. Hubieron de pasar ciertas colisiones iniciales, un choque de los mundos con aportación adicional del novio de Taira, que no desaprovechó la oportunidad de hacer el ridículo en episodios familiares que lo piadoso sería olvidar.

Esa noche Ruth celebraba su maestría precoz en alguna de las ciencias exactas y los invitados bailaban en el comedor, la sala y al parecer la cocina. La música estaba al tiro. Y ya ves que nunca falta el impertinente, que en esa ocasión respondió al nombre de Galo Recci. Fuera de Gabriel nadie lo conocía, pero era de los que saben darse a notar. Alto, de traje y rapado, su voz grave y sonora sobresalía en las conversaciones y sus frecuentes risotadas se hacían oír entre la retumbo de los bafles. Avistó a Malena sola y le cayó como abejorro, zumbando su regocijo de cazador. El brutal desdén de Malena sólo lo encendió más. Fracasó en resultar chistoso, y cayó en proferir un par de linduras etílicas sin ningún espíritu deportivo. Malena lo mandó al cuerno y el tipo, incrédulo, desistió.

No dilató en rondar el baile entre los sentados y los parados que van a platicar a las fiestas, buscando una presa más propicia. Quiso el hado que se tropezara en un tenis de Taira administrando la tornamesa y los ecualizadores en funciones de diyéi cerca de la cocina. Ella, de espaldas, volteó bruscamente y Recci, que no había reparado en ella, se detuvo. Trató de enfocar. Alucinó. Taira vestía pantalón café y camiseta beige, atuendo sobrio semejante al de Malena, aunque como las ropas no eran de marca, idénticas no eran. La camiseta de Taira decía Out Here y la de Malena nada, pero a Recci el detalle le pasó de noche. Demudado, la creyó la misma. Experimentó una especie de revelación, un ataque de vergüenza bíblica y le gritó a Taira en el oído (era la única manera, con esa música):

–Necesito hablar contigo.

–Estoy ocupada– dijo Taira quitándose los audífonos.

–Tantito.

Entraron a la cocina. Recci, con los ojos húmedos, soltó un inédito disculpa, soy una bestia, no quise decirte eso, eres una damita muy linda. Con ese lenguaje no llegaría muy lejos. La expresión de Taira pasó del fastidio al enojo, y de ahí al chispazo de ingenio.

–Ven acá chato– tomó a Galo Recci de la corbata y arrastrándolo como puerco atravesó la masa de danzantes concentrados en lo suyo hasta donde se encontraba Malena y dijo:

–Dile a ella.

Vi salir a Recci al poco rato, tropezar con un macetón del corredor y perderse escaleras abajo como gato al que le echaron agua.

Con Malena y Taira uno nunca se aburría. Un tiempo me tuvieron de mascota. No me quejo. Al cabo de mis estudios cambié de ciudad y no supe más de ellas. Tan simpáticas.