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Tenacidad de una adolescente paquistaní
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Periódico La Jornada
Domingo 9 de marzo de 2014, p. a16

Malala aprendió a gatear en los pasillos y salones de una escuela. Interrumpía las clases y al entrar alzaba su incipiente voz tratando de imitar a los maestros. Poco antes de nacer –julio de 1997–, su padre Ziauddin había logrado uno de sus objetivos en la vida: fundar una escuela.

Era una primaria con cinco o seis profesores y alrededor de cien alumnos. Ziauddin era maestro, contable y director. Barría el suelo, blanqueaba con cal las paredes, limpiaba los lavabos y pese a su miedo a las alturas, se subía a los postes de electricidad en las calles para colgar anuncios de la escuela. Ahí, en el primer piso del edificio donde su padre fundó el colegio, Malala Yousafzai vivió sus primeros años acompañada también de su madre, y tiempo después, de dos hermanos.

La escuela, ubicada en el valle de Swat, en Pakistán, creció con el paso del tiempo hasta ocupar tres edificios. Daba plazas gratis a los niños pobres, y algunos de ellos, incluso, desayunaban en casa de Malala antes de ir a clase.

Ziauddin recibió en su juventud educación oficial, no religiosa, y también aprendió inglés. Las personas lo escuchaban porque no tenía miedo de criticar a las autoridades y al ejército, que había asumido nuevamente el poder en Pakistán. Entonces el padre de Malala se convirtió en una figura conocida.

Antes de la llegada de los talibanes al país en 2007, un musulmán radical pidió a Ziauddin que cerrará su escuela, pues consideraba vergonzoso que niñas y adolescentes acudieran a clases, pero éste no cedió a la presión.

Las mujeres ocultaban su rostro siempre que salían del aislamiento y no podían hablar ni encontrarse con hombres que no fueran parientes próximos. Yo llevaba ropa bonita y no me cubría la cara, ni siquiera en la adolescencia, relata Malala.

Con el arribo de los talibanes las restricciones hacia las mujeres se hicieron más estrictas. Comenzó la quema de discos, videos y televisiones; pidieron la obligatoriedad del uso de la burka y finalmente llegó el día en que un líder militante talibán, desde la cárcel, declaró que las mujeres no debían recibir ninguna educación.

¿Por qué no quieren que las niñas vayamos a la escuela?, preguntó Malala a Ziauddin. Porque tienen miedo del bolígrafo, respondió. Desde pequeña, a Malala le gustaba sentarse en las rodillas de su padre y escuchar todo lo que él y sus amigos hablaban sobre política.

Armados y en camionetas, grupos de militantes comenzaron a patrullar las calles en busca de infractores a la ley talibán. Después comenzaron los ataques a la policía y los agentes desertaron ante el temor de ser asesinados. Se enfrentaron militantes y ejército en la Mezquita Roja, lo que dejó 150 muertos y luego ocurrieron los dos atentados contra la ex primera ministra Benazir Bhutto.

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Los talibanes prácticamente habían tomado el poder, y mientras esto ocurría nadie hizo nada, cuenta Malala. A finales de 2008, habían sido destruidas 400 escuelas.

La presión para que Ziauddin cerrara la escuela aumentó, pero él no sólo no cedió a las amenazas sino que envió una carta al Diario Azadi denunciando lo ocurrido y organizó manifestaciones.

Medios de comunicación de Pakistán comenzaron a darle voz a Ziauddin y a las niñas de la escuela que se resistían a dejar sus clases, entre ellas Malala, quien también comenzó a acompañar a su padre a reuniones con activistas. La presencia talibán en Swat no era posible sin el apoyo de ciertos elementos en el ejército y la burocracia, acusaba su padre.

La ya adolescente paquistaní dio entrevistas a diferentes canales privados de su país, posteriormente comenzó a escribir un diario con un seudónimo para la BBC y un periodista del periódico New York Times filmó un breve documental sobre la situación de riesgo y la lucha que encabezaban Malala y su padre para defender su escuela. No nos habíamos dado cuenta de lo importante que era la educación hasta que los talibanes trataron de negárnosla.

Los asesinatos y castigos públicos continuaban en el valle de Swat pese a la presencia del ejército paquistaní. “Nadie comprendía por qué no nos defendían. Muchos opinaban que eran dos caras de la misma moneda… Es evidente que los talibanes cuentan con el apoyo de fuerzas que no vemos, decía mi padre”.

Con la ayuda de la periodista Christina Lamb, la adolescente paquistaní escribió el libro Yo soy Malala, donde detalla cómo heredó de su padre la pasión por la escuela, así como la tenacidad para no dejar que otros le robaran ese derecho. Narra el atentado que casi le quita la vida en 2012, las tensiones políticas que se produjeron por su traslado a un hospital en Gran Bretaña, el proceso de recuperación, el viaje a Nueva York para dar un discurso ante la ONU y todo lo relacionado a su nueva vida en Europa.

La historia de Malala, quien fue nominada al Premio Nobel de la Paz en 2013, ha sido explotada por Washington y usada como bandera en su lucha contra el terrorismo mundial. Sin embargo, la honestidad con la que cuenta su vida la adolescente de 16 años permite ver no sólo el abandono en el que se encuentran los paquistaníes sino la manera en que los gobiernos de ese país y de Estados Unidos permiten y mantienen esa situación en favor de sus propios intereses.

(Yo soy Malala, Malala Yousafzai con Christina Lamb, Alianza Editorial, 2013. Traducido del inglés por Julia Fernández; 356 páginas. Precio de lista: 249 pesos.)

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