Opinión
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La Muestra

La danza de la realidad

E

l regreso formal de Alejandro Jodorowsky a la realización fílmica con La danza de la realidad, luego de una ausencia de 23 años (El ladrón del arcoíris, 1990, y tres años antes Santa sangre), marca también el retorno del hijo pródigo, de 83 años, a su Chile natal. Lo que propone en su nuevo y abigarrado delirio fílmico es la fórmula que con tanta eficacia lo convirtió en los años 60, con El topo y La montaña sagrada, en un cineasta de culto: un provocador sulfuroso en México y un curioso gurú de pintoresco realismo mágico y teosófico en Estados Unidos y Europa.

Revisando las diversas reacciones mediáticas a su nueva obra, la magia sigue funcionando en algunos públicos en el extranjero, obstinados aún en identificar a América Latina con un trasnochado surrealismo maravilloso. No es evidente que en México o en Chile, por ejemplo, llegue a suceder lo mismo, al menos con parejo entusiasmo.

En el relato autobiográfico que es La danza de la realidad, Jodorowsky ha reunido a varios miembros de su familia, en particular a su hijo Brontis, quien interpreta al padre autoritario del cineasta. No se trata de un ajuste de cuentas con la vieja tiranía paterna, ni con los dogmas encarnados por aquel intransigente estalinista, sino de una mágica reconciliación generacional.

El propio Alejandro Jodorowsky se reserva el papel de patriarca omnisciente que preside las ceremonias de entierro de todos los dogmatismos políticos. Una plácida sabiduría zen se coloca por encima de las contingencias terrenales, y la lucha del padre estalinista contra el chileno dictador Ibáñez, se resuelve en una conciencia iluminada que trasciende las realidades. Encontraste en Ibáñez lo que admirabas en Stalin. Eso que lloras eres tú, como en el fondo siempre has sido. Regresa a ti mismo.

El problema con esta nueva fábula pánica (universal, todo abarcadora), es que 40 años después de la fulguración visual de El topo y el entonces, para algunos, mensaje iluminador de La montaña sagrada, lo que hoy presenta el autor octogenario es una revelación con olor a naftalina. Peor aún, una realización plagada de obviedades y torpezas, de autoparodias que lindan en el humor involuntario.

Twitter: @CarlosBonfil1