Opinión
Ver día anteriorViernes 4 de julio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Zozobra de inmigrantes
“E

stos son hermano mío
Los seres con los que muero a solas
Fantasmas que harán brotar un día

El solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante alumnos extraños
Obteniendo por ello renombre
Mas una pequeña casa de campo en la angustiosa sierra
Inmediata a la capital
En tanto tu tras trisada niebla
Acaricias los rizos de tu cabellera
Y contemplas con gesto distraído desde la altura

Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga…”

Poesía de Luis Cernuda dirigida al demonio… La misma de los niños centroamericanos en la frontera sur de México, Los pandilleros siguen andando como perros sueltos, las muertes no se cuentan y un viacrucis de amputados está sembrando de sangre todo el camino de un ferrocarril que a veces parece haberse vuelto guillotina.

Las pandillas destruyen todo. Matan por cualquier cosa a los que se les oponen, a los que no quieren unirse o a los que no les pagan la renta.

Abunda que quedarse sólo les ofrece dos caminos para vivir: la pandilla y la droga para el muchacho, la prostitución para la muchacha. (Gustavo Castillo García, Talismán Chis, La Jornada, 29-VI-14).

Terrible destierro que me lleva a escribir notas del libro La Hospitalidad (Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2010).

Ante la pregunta Anne Dufourmantelle por la hospitalidad, la hostilidad, el otro y el extranjero, Jacques Derrida no responde, más bien despliega la pregunta, insiste en la pregunta, se pregunta y nos pregunta acerca de la hospitalidad, “acerca de la acogida, de aquel, aquella o aquello que acogemos o que nos acogemos en nosotros, en nuestra casa, en nuestro lugar-propio, en el chez.soi.”

Dufourmantelle, conocedora del pensamiento derridiano, expresa en el prólogo: La hospitalidad se ofrece, o no se ofrece, al extranjero, a lo ajeno, a lo otro. Y lo otro, en la medida misma en que lo otro, nos cuestiona, nos pregunta. Nos cuestiona en nuestros supuestos saberes, en nuestras certezas, en nuestras legalidades, nos pregunta por ellas y así introduce la posibilidad de cierta separación dentro de nosotros mismos, de nosotros para con nosotros. Introduce cierta cantidad de muerte, de ausencia, de inquietud allí donde tal vez nunca nos habíamos preguntado, o donde hemos dejado ya de preguntarnos, allí donde tenemos la respuesta pronta, entera, satisfecha, la respuesta allí donde afirmamos muestra seguridad, nuestro amparo.

Acoger, pues, al extranjero, brindarle hospitalidad nos pregunta y nos confronta sin ambages sobre nuestro propio desamparo, sobre aquello extranjero que a todos nos habita y contra, lo cual nos defendemos con la ilusoria fantasía narcisista de completud, de unidad, de invulnerabilidad. Por tanto, negar la pregunta que el extranjero, el otro, plantea y nos plantea implica reforzar la negación, acudir a la omnipotencia, reforzar el narcisismo y desemboca, por tanto, en la hostilidad hacia aquel o aquello que amenaza nuestra ilusionaría completud. El anfitrión se hace vulnerable cuando acepta la pregunta. Por tanto, resulta preferible elegir muros que aíslen al otro o legislar de manera arbitraria o bien perseguir o matar a aquel que amenaza con su otredad los frágiles límites que una vez traspasados nos confrontan con la propia otredad que no solo nos habita, sino que nos constituye.

Es así como Derrida opta por la pregunta, honestamente, ingenuamente, poéticamente. Y en este discurrir aparece, inevitablemente la poética, lo mítico y lo ancestral. Aparece Edipo, el extranjero desde siempre y para siempre, “muerto fuera de la ley, más allá de la ley, sin tierra ni tumba… Sólo la poesía es capaz de decir, y no, aquello que, entre, entre la ley y la transgresión, puede hacer de la transgresión una ley: ¡cómo entender, si no, la trágica figura de Antígona, aquella que es íntegra, fiel a sí misma, ahí donde transgrede?

Para Derrida es la poesía, amparo abierto, aquella que puede ayudarnos en la defensa contra la antipoesía tecnológica que amenaza invadir la intimidad, pervertirla, hacerla pública, introduciéndose en lo más íntimo de esa intimidad. Por tanto, Derrida enuncia que Un acto de hospitalidad no puede ser sino poético.Lo que esperan los niños centroamericanos.