Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 10 de agosto de 2014 Num: 1014

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Jotamario Arbeláez
y la fe nadaísta

José Ángel Leyva

Borges y el bullying: influencias literarias
Saúl Renán León Hernández

Colonia Tovar, Venezuela
Leandro Arellano

A Georg Trakl
Francisco Hernández

La plateada voz
de Georg Trakl

Marco Antonio Campos

La Farmacia del Ángel
Juan Manuel Roca

Sebastián en el sueño
Georg Trakl

El retrato del siglo
Gisèle Freund
(1908-2000)

Esther Andradi

Leer

Columnas:
Galería
Honorio Robledo
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

No consigo...

Si en algo ha sido eficiente y hasta un tanto pródigo el cine mexicano de los últimos tiempos es en abordar, interpretar, desarrollar y exponer, desde una buena cantidad de flancos, lo que sumariamente –aunque al usar lo que a continuación viene entrecomillado no se abarca el cien por ciento del asunto– suele denominarse “problemática juvenil”. Empero, es preciso ponerle al concepto un segundo apellido, en este caso, “contemporánea”, puesto que si bien es posible identificar constantes en dicha problemática, sin importar la época de la que se esté hablando –entre muchas otras están la difícil comunicación exogeneracional y los ritos de iniciación sexual, por mencionar sólo dos de las constantes más acusadas–, también es claro que hay aspectos puntuales que siempre emanan de manera directa de algo que, por más ambiguo que pueda ser en términos de frontera cronológica, debe ser llamado “época”.

Ejemplos, como sabe Todomundo, sobreabundan: las preocupaciones; los intereses; los gustos aplicados a una larga serie de objetos y hechos; la visión que tienen de sí mismos y de su rol social, de quienes fueron (fuimos, kimosavi) jóvenes en la década de los años ochenta del siglo pasado, por decir una cualquiera, lucen absolutamente ajenos a lo que debieron ser –como consta en diarios, libros, discos, películas, etecé– para quienes carecían de todo hilo de plata en los años sesenta; pero también de los que fueron chavos en los setenta o los noventa... y a su vez, todos parecerían por completo ajenos a los jóvenes de principios del siglo XX o los de este inicio del siglo XXI.

A todo lo anterior añádase la localía: jamás será lo mismo ser joven, hoy, digamos en Atizapán de Zaragoza, Estado de México, que en el Quartier Latin de París, en el sector Seis de Bogotá o en el barrio berlinés de Danzig. ¿Obvio? Así pareciera, pero no hay que olvidar lo que se dijo líneas arriba: por diversa que pueda ser una serie de factores entre los que sobresalen contexto social y familiar, nivel socioeconómico, educación formal e informal, hay asuntos que no varían, que a cualquier joven de cualquier época y cualquier lugar del planeta –se piensa aquí específicamente en Occidente, cuyos alcances, influencia y preponderancia son innegables– le toca enfrentar.

Cómo es el cómo

Vaya la abundante pormenorización para evitar las generalizaciones, que además de inútiles aquí como en prácticamente cualquier cosa, acabarían incluso ocultando detrás de un velo aquello que se busca entender: ¿cómo es que algo tan parecido, tan invariable en su parte más profunda, puede ser tan distinto al mismo tiempo?; ¿cómo conviene interpretar, desde un punto de vista totalmente ajeno, una realidad que teniendo un punto de partida común tiene uno de llegada tan diverso? En otras palabras, y teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cómo cabría asimilar el comportamiento de un personaje como la diecisieteañera Isabelle, protagonista de Joven y bella (Jeune et Jolie, Francois Ozon, Francia, 2013), quien, sin presiones económicas que la hayan orillado ni coerción alguna de un tercero, pero tampoco por placer –hablando estrictamente desde una perspectiva fisiológica–; ni por presión endogeneracional en virtud de la cual ella hiciera lo que hace “para demostrar” o ser aceptada; ni por aquello que otras generaciones habrían llamado “rebeldía”; ni por ausencia de otros intereses o carencia de modelos socioculturales, o debilidad de un soporte emocional familiar... por nada específico o evidente, en pocas palabras, pero cómo entender que a Isabelle le dé por prostituirse, que parezca darle lo mismo haberlo hecho que seguirlo haciendo que ya no hacerlo más? ¿Cómo entender a esta adolescente tan en las antípodas de los retratados en Las horas muertas, Club sándwich, Voy a explotar y Después de Lucía, por mencionar sólo el primer puñado que viene a la memoria, de las arriba mencionadas películas mexicanas recientes que abordan la infinita problemática juvenil contemporánea?

Será, tal vez, cosa de ir acuñando neologismos, porque no parece alcanzar con los que aquí surgen de inmediato: vacío, tedio, apatía, (pseudo)nihilismo... O tal vez será cosa de apelar a las constantes y verificar que a Isabelle, estudiante de literatura en la Sorbona que se prostituye porque sí, que robinsonea rimbaudescamente pero sin que parezca importarle ni siquiera eso, le pasa más o menos lo mismo que decían unos jóvenes en los años sesenta que hoy tienen más de sesenta años: no consigue satisfacción, aunque lo  intente y lo intente.