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James Booth publica una biografía que pone al autor de Toads bajo una luz más favorable

Escritor recrea una imagen más juguetona del poeta Philip Larkin

El afecto por él es casi universal, pero sus críticos decían que era un vil desorden, la cloaca bajo el monumento nacional, por sus tendencias sexistas y racistas, según Lisa Jardine y Tom Paulin

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El libro de Booth contiene instantáneas de la madre y las amantes de Larkin, y autorretratos inéditos, algunos tomados al parecer por el obturador de acción retrasada cuando estaba solo, en anticipación a la selfie actual, refiere el biógrafoFoto Archivo
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Nunca escribas nada porque pienses que sea verdad, sino sólo porque creas que es bello, apuntó Larkin en 1964, al principio de su séptimo cuaderno de trabajoFoto Archivo
The Independent
Periódico La Jornada
Domingo 31 de agosto de 2014, p. 2

Philip Larkin es uno de los poetas más populares del siglo pasado, pero su fama como persona ha sufrido una sacudida. En su nuevo libro, James Booth utiliza cartas y dibujos inéditos para colocar al escritor bajo una luz más favorable.

El afecto por Philip Larkin es casi universal. Se le cita con más frecuencia que a cualquier otro poeta de su tiempo: el intercambio sexual empezó/ en mil novecientos sesenta y tres, El amor es lo que nos sobrevivirá, Nunca tanta inocencia de nuevo, La segura extinción hacia la que viajamos. Sus poemas evocan la más amplia gama de estados de ánimo, desde la regocijante celebración de The Whitsun Weddings hasta el celo sanguinario de Toads; desde el anhelo de An Arundel Tomb hasta la desesperación de Aubade. Sus poemas, cada uno forjado para ser su propio y único universo recién creado, se han alojado familiarmente en nuestra mente. Una sola frase o palabra puede hacernos recordar un poema completo: casi-instinto, brillante incipiencia, el intercambio del amor, averiguaremos, de nuevo. Las palabras de Larkin poseen lo que Martin Amis ha llamado memorabilidad sin fricción.

Su imagen visual, en fotografías de Fay Godwin y en innumerables caricaturas, evoca una respuesta más ambigua. Él mismo es un talentoso fotógrafo que construyó un registro deliberado de su vida como ningún poeta lo había hecho. Mi biografía contiene, además de instantáneas íntimas de su madre y sus amantes, autorretratos inéditos, algunos tomados al parecer por el obturador de acción retrasada cuando estaba solo, en anticipación a la selfie actual.

Registro de su desarrollo y decadencia

Creó una secuencia de autointerrogatorios fotográficos, mediante la cual, como Rembrandt, aunque en escala más modesta, registró sin apasionamiento su desarrollo y decadencia física. Algunos son poéticos, otros lúgubres, otros de una quemante burla a sí mismo. Una imagen de 1974, que claramente se tomó solo (la cabeza está demasiado cerca de la parte alta del marco), parece diseñada para ilustrar Aubade, comenzado ese año:

“... No para estar aquí,

ni en ningún lado,

y pronto; nada más terrible, nada más cierto”.

Larkin estaba consciente de que su apariencia física podía generar respuestas negativas, e intentaba controlar su imagen visual pública. Escribió a Fay Godwin que había dado a Faber vehementes instrucciones de no usar un grupo de las fotografías tomadas por ella, resuelto a que “el Estrangulador de Boston no volviera a aparecer”. Con todo, esa imagen figura en la portada de la actual edición de Poemas selectos: su sombría mirada da sustento a la afirmación de Martin Amis, en la introducción, de que Larkin no tenía emociones ni esencias vitales dignas de volver a mirarlas, pero sacaba de su vida toda su energía, y todo su amor, para volcarlos sobre su obra.

Aunque Larkin es uno de nuestros poetas más queridos, también es un hombre al que nos encanta odiar. Luego de la publicación de las Cartas selectas de Anthony, en 1992, y de la biografía oficial de Andrew Motion, en 1993, Larkin cayó de gracia en forma espectacular. Don Simpático derriba a Don Repulsivo, decía el encabezado de una entrevista con Motion en The Independent. En fecha más reciente, los reseñistas de The Complete Poems, publicado en 2012, declararon que, por conmovedora que pudiera ser su poesía, Larkin era un hombre singularmente desprovisto de atractivos, un vil desorden. Algunos comentaristas fueron más allá, siguiendo a Lisa Jardine y Tom Paulin al desvelar sus tendencias sexistas y racistas: la cloaca bajo el monumento nacional. Un reseñista declaró, a propósito del comentario de Archie Burnett en The Complete Poems: Lo único que nos recuerda es lo mierda que Larkin era en la vida real.

En mi biografía, yo no asumo que los poetas deban ser agradables o virtuosos. Pero al entrevistar a uno de los amigos sobrevivientes de Larkin me encontré dudando si la vida y el arte pueden en realidad estar tan en conflicto entre sí. La mujer con la que Larkin se involucró, sus amigos literatos, sus colegas de la biblioteca, todos rechazaron la versión de Don Repulsivo. Lo recordaban con afecto, como ingenioso, entretenido, considerado y amable. ¿Y es posible que el autor del desgarrador Talking in Bed, el eufórico For Sidney Bechet y el sereno Here careciera de emociones? Parece que la negativa imagen pública de Larkin no se construyó sobre la evidencia de quienes lo conocieron, ni sobre su poesía.

A Jean Hartley, quien fue su amiga durante 30 años, le impactaba su empatía desprovista de afectación: Daba toda su atención a cualquier persona con la que tratara. Nunca tuve la sensación de que buscara un hueco en la conversación para insertar sus opiniones. Parecía seguir invariablemente el curso de pensamiento de uno, más que el suyo.

En sus poemas penetra en los sentimientos de una víctima de violación de la era victoriana, de un cordero recién nacido en un campo nevado, de una viuda que llora sobre las canciones de su amor perdido, de un vivaz fantoche literario en un acto gratuito. En algún momento consideró poner a su tercer volumen de poemas el ambiguo título Vivir para otros.

Escribía con regularidad a ocho corresponsales con los que tenía una larga relación, presentando a cada uno una versión de sí mismo modulada según las expectativas de ellos: bromas brillantes y prejuicio para el historiador Robert Conquest y el novelista Kingsley Amis; mordaces y lúgubres observaciones sobre la vida y el arte para la historiadora del arte y votante liberal Judy Egerton y el poeta Anthony Thwaite; charla afectada con su inocente asistente de bibliotecaria católica Maeve Brennan y con su propia madre viuda y sola.

A la publicación de sus Cartas selectas, este ejercicio de vivir para otros condujo a que lo acusaran de duplicidad. Sus corresponsales descubrieron que no era el hombre que habían creído. A Maeve Brennan le disgustaron sus palabras altisonantes; a Amis le molestó su sentimentalismo. Los comentaristas cometieron el error de identificar los pasajes más ácidos y transgresores con el verdadero Larkin. Todos esos Larkins eran reales, pero todos tenían un elemento provisional, a veces pesadamente provisional. Conforme su confianza creativa decaía en sus años finales, por ejemplo, sus cartas a Amis y a su amante de por vida, Mónica Jones, proyectaban una versión de sí mismo que ellos pudieran aprobar, muy alejada de los poemas que escribía en esa misma época.

Paradoja entre el poeta y el hombre

Existe de hecho una paradójica relación entre Larkin el poeta y el hombre, pero no es, como se representa con frecuencia, entre un artista fértil y un hombre estéril. Más bien es la esbozada en su poema Sympathy in White Major: entre un artista solitario, su fiel amigo y su amante, intentando en vano ser todo para todos, o (más comúnmente) para las mujeres. Preservaba su inviolabilidad como artista manteniendo a distancia hasta a sus más íntimos amigos y amantes. Para un poeta tan emocionalmente susceptible y lleno de dudas sobre sí mismo, era una estrategia necesaria, pero conllevaba una fuerte carga de culpa y auto reproche. En sus relaciones personales, Larkin estaba siempre listo a ponerse del lado incorrecto. Como dijo John Banville, el desprecio por sí mismo no era segunda naturaleza, sino primera para él.

En 1979, Larkin afirmó: Siempre he sido del ala derecha. No es cierto. En una carta a Mónica, escrita un cuarto de siglo atrás, había insistido en su prejuicio por la izquierda.

En un pasaje de una carta de 1953, publicado por primera vez en mi biografía, intentaba desactivar un oscura riña ente ellos: “Bien, querida (…), aun si en el fondo a ninguno de los dos le importa, el hecho es que tú explotas a la derecha y yo exploto a la izquierda”. En realidad, a Mónica la política le interesaba en una forma que a él no. Pero él característicamente evade la pelea, felicitándola por hacer una mejor tarea que él al defender sus explosiones.

Luego neutraliza el asunto dibujando una caricatura de Mónica como coneja en una caja de jabón, sobre un cartel que dice Acelerar el programa de borrado, enfrenando a un Larkin foca, también en una caja de jabón, sobre un cartel que dice Ninguna creatura está a gusto sin trabajo.

La relación con Mónica Jones muestra una constante negociación entre el hombre que vive por otros y el artista, inmerso en su visión. Cuando Larkin conoció a Mónica, en 1946, como colega en el Colegio Universitario de Leicester, se sintió atraído por la vulnerable belleza de ella y su nerviosa ineptitud social. Pero ella tenía rígidos perjuicios que conservó toda la vida. Una vez, en la casa de Ann y Anthony Thwaite, ella interrumpió una conversación: ¡Qué se puede esperar de ellos si son judíos! La reacción inicial de Larkin fue de identificación empática; a finales de la década de 1940 trabajaba en una novela cuyo centro de conciencia, Augusta Bax, está basado transparentemente en ella. En un borrador que sobrevivió, Augusta se queja con su madre, que está de visita, acerca de una colega judía refugiada, la señora Klein, que no es una dama, que come “enormes batidillos goulaschosos” en la mesa compartida de la cocina, y que acaba de perder a su marido: Tengo entendido que los nazis decidieron que podían seguir adelante sin él. Si él era algo parecido a ella, comprendo por una vez ese punto de vista.

Aunque las partes finales de la novela nunca se escribieron, resulta claro en el esbozo del argumento de Larkin que el insensible antisemitismo de Augusta desaparecería cuando ella quedara bajo la influencia de los parientes estadunidenses de la señora Klein, una familia de yanquis maravillosamente amorosos, que le darían empleo de acompañante de su problemática hija y la llevarían a Estados Unidos. Larkin mantuvo su novela del todo secreta para Mónica. Cuando al fin abandonó el manuscrito, en 1953, escribió a Patsy Strang: Debería ser en gran parte un ataque a Mónica, y no puedo hacer eso cuando aún nos mantenemos en términos amistosos.

En 1954, sus sentimientos de protección por Mónica se profundizaron cuando Kingsley Amis, celosa de su rival por el afecto de Philip, la representó como la neurótica y manipuladora Margaret Peel en Lucky Jim. El sello definitivo del compromiso de Larkin con Mónica se estampó en 1959, cuando los dos padres de ella fallecieron y ella cayó en profunda depresión. Después ya no pudo abandonarla. Pero, leal como era, jamás se sometió a la versión que ella tenía de él. Mónica consideraba a la revista humorística de derecha Punch la columna vertebral de Inglaterra. Explotando a la izquierda, él condenó la insensible celebración que la revista hizo de la mixomatosis en Gran Bretaña, diciéndole a Mónica que “El New Statesman jamás ofendería de esa forma, y los juzgo por ello”.

Inglaterra, un vínculo

La famosa fotografía que Mónica tomó al poeta, sentado con expresión inescrutable sobre el letrero fronterizo Inglaterra, resumía para ella un vínculo esencial entre los dos. Larkin, sin embargo, había expresado su visión instintiva en una carta anterior: ¡Dios mío, sin duda el nacionalismo es la marca más segura de la mediocridad! Aparte del poema Going, Going (hecho por encargo, y al que él llamaba mi vociferante papilla convencional), su poesía contiene la palabra Inglaterra sólo en contextos neutrales o incómodamente irónicos: en I Remember, I Remember (Venir a Inglaterra en una línea diferente), The Importance of Elsewhere (Vivir en Inglaterra no tiene tal excusa) y en Naturally the Foundation will Bear Your Expenses (Oh, cuándo madurará Inglaterra). Para Larkin, cualquier otra parte era siempre más confortable que la patria. En política, y por tanto también en poesía.

Mónica, se repite a menudo, sugirió la palabra clave blasón en An Arundel Tomb, y se ha dado por sentado que ella tuvo mayor influencia en los poemas de Larkin. Sin embargo, las opiniones de ella eran crudas comparadas con las de él. Ella era hostil hacia el simbolismo, la fuente de las trascendencias más sublimes del poeta (¡Quítenme esos áticos! ¡Esas ausencias!). En una pauta repetida muchas veces en las cartas, él cedía ante ella en la superficie, mientras hacía caso omiso de sus ideas en la práctica:

“Claro que estoy de acuerdo en lo que dices sobre el simbolismo. ¿Cómo podría no estarlo? Mi mente está pesada como siempre esta noche, pero sé que estoy allí contigo, como un conejo acurrucado contra un tubo cálido fuera del invernadero en una noche helada.

Tan pronto como comienzas a querer decir una cosa y dices otra, abres una brecha y la cosa suena hueca. Los conejos no entenderían el simbolismo. Pero mientras más proclamaba el filisteísmo tradicionalista que Mónica requería de él, más huecos entre el dicho y el significado se abrían en sus poemas. En Money, el poeta escucha cantar al dinero: “…Es como mirar hacia abajo/ desde largas puertas vidrieras en una ciudad de provincia,/ los barrios bajos, el canal, las iglesias ornamentadas y rabiosas/ en el sol de la tarde…”

En 1964, al principio de su séptimo cuaderno de trabajo, escribió: Nunca escribas nada porque pienses que sea verdad, sino sólo porque creas que es bello. A Mónica no le habría gustado este intenso esteticismo. Como Kingsley Amis, ella insistía en que Larkin se redujera a la versión que tenía de él. Por fortuna para la poesía, él se negó.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya