Cultura
Ver día anteriorLunes 29 de septiembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El Palacio donde se besan las estatuas
Foto
El beso, detalle del grupo escultórico que se encuentra al lado de La armoníaFoto de Lorena Alcaraz Minor/ INBA
H

a sido instrumento musical, recinto político, teatro de ocasión, capilla ardiente, receptáculo de filas tumultuosas, tarjeta postal.

Hoy, lunes 29 de septiembre de 2014, cumple 80 años de hacer sonar las sinfonías, anidar el besamanos de informes presidenciales, recibir el llanto de los deudos de importantes personajes fallecidos, éxito de exposiciones tumultuarias, símbolo, emblema, icono. Monumento.

El Palacio de Bellas Artes fue, antes de serlo, mármol en Carrara, hierro en el taller de fundición italiano de los descendientes de Heracles, ánimas solas cuyo destino fue el de ser gárgolas, ideas matemáticas, ecuaciones sólidas en las mentes ingenieras de los hacedores de su mecánica teatral, nube que se convertiría en palco, luneta, butaca.

Quien haya vivido semanas, meses, años dentro de Bellas Artes, ya como público, ya como empleado, sabe de ese caló bellasartiano, conoce rincones, confines, recovecos destinados a los pocos, a los iniciados, a pesar de que siempre han estado ahí, al alcance de todos.

A Bellas Artes entran los cronopios y ahí dentro son felices, mientras los famas los miran con recelo desde el umbral que da al día soleado y los esperanzas fruncen el ceño, temerosos de que un adagio de Bruckner los sumerja en el sueño aletargado y despierten con la coda final, el timbalazo postrero, para gritar ¡bravo, bravo! aunque todo le haya resultado ajeno.

En los pasillos de Bellas Artes están sembradas miles de historias, personales, colectivas. En sus fachadas, en sus rincones, hay esculturas de mármol y otras piedras. De hecho, hay esculturas que se besan. Eros vive en Bellas Artes.

Todo está ahí. Siempre ha estado. Todo es cuestión de observar. De vivir.

Hay cronopios que recuerdan episodios que están ahí, tatuados en las paredes de mármol: la noche en que enterramos las uñas y atravesamos el ridículo paño rojito que recubría las butacas, porque los contrabajos de la Orquesta Filadelfia zumbaban y zumbaban y zumbaban cada vez más alto, cada vez más lento, cada vez más intensos, como una manada de bisontes en celo haciendo temblar las hojas de un jardín. Era la Séptima sinfonía de Beethoven lo que sonaba.

Hay famas que se lamentan de no haber entrado a Bellas Artes cuando se armó la más completa retrospectiva de Diego Rivera, incluyendo sus cuadros cubistas y el salón final, donde se colaban las últimas luces del día, pletórico de los cuadros póstumos del pintor: las puestas de sol, las últimas que vio y pintó en su casa de Acapulco.

Hay esperanzas que no pudieron llorar como sí lo hicieron miles el día en que murió Cantinflas, el día en que se fue Rufino Tamayo (allí va un hombre bueno, decían las personas por las calles, viendo pasar la carroza fúnebre), la mañana en que María Félix ya no despertó entre sus almohadones de seda y encaje fino.

Habemos quienes hemos trabajado en el Palacio de Bellas Artes, en mi caso como subjefe de prensa al frente de una docena de reporteros y una buena madrugada, trabajando, conocí en la soledad del enorme, pesado edificio, al mismísimo Fantasma de Bellas Artes. Doy fe. Sí existe. Y da miedo.

Privilegio de trabajar en Bellas Artes (cuando Juan José Bremer fue su director general y María Cristina García Cepeda titular de difusión): durante las mañanas, hacer pausas en el trabajo para disfrutar de los ensayos de la Sinfónica Nacional, cuando su director titular, Luis Herrera de la Fuente, los dirigía contando chistoretes (ya son muchos años moviendo el palito, me decía en corto, refiriéndose a la batuta) y pedía un sonido como un coñac a las tres de la mañana para el inicio de la Primera sinfonía de Mahler.

Otra de esas mañanas, el ensayo lo dirige un tipo muy delgado, muy alto, muy melenudo y barbón, todo vestido de blanco: ¡Frank Zappa!, ¡el mismísimo Frank Zappa! Pero el hecho no trascendió. No cristalizó el proyecto de grabar un disco con sus composiciones sinfónicas, dirigiendo a la Sinfónica Nacional.

Otra mañana. Ahora el ensayo es de danza y en medio del proscenio se pasea en silencio un semidiós: Rudolf Nureyev.

Bellas Artes ha sido la nave que va, es la nave que ha surcado tempestades, tifones, huracanes de adrenalina. Si uno se trepa hasta la última butaca del tercer piso, justo abajo de donde la cúpula que desde afuera se ve amarilla y desde adentro blanca, si estamos en el lado derecho escucharemos en el oído de ese lado la sección de violines entera y todo aquello que esté a la izquierda, para mudarse ahora a la esquina, el rincón contrario y alucinar ahora con el sonido grave de violas, violonchelos, contrabajos.

Había una vez la mejor administración del Instituto Nacional de Bellas Artes en su historia moderna, la de Juan José Bremer. En los estantes de junto a las oficinas de prensa se almacenaba el suplemento literario mensual y hubo una vez un episodio nefando que terminó con la época de oro de Bellas Artes: un duende colocó en el suplemento que ese día inició su circulación, un cuento donde algunos dijeron que se mencionaba a la entonces primera dama.

El episodio ya ha sido documentado: López Portillo cita a Bremer en Los Pinos y lo abofetea y manda a un ejército de gorilas de civil que llenan de pistolotas los pasillos de las oficinas y los de la sala donde otrora solamente transcurría el arte, la belleza. El director del suplemento huye a salto de mata y se refugia en Estados Unidos. Y después de eso ya nada fue igual.

Habrían de venir años de transición.

Septiembre, 2014, al cumplir 80 años, el Palacio de Bellas Artes recupera su esplendor. La programación artística de todos estos días que han transcurrido de celebraciones son de primer mundo, como antaño, como se debe. Han quedado atrás los años oscuros del panismo. Hoy todo es fiesta y la vista puesta hacia el futuro.

La nave va. Fue brizna, polvo, neblumo, el palacio de marmomerengue, como lo bautizó Octavio Paz. Fue el azoro de un niño que vio por primera vez un mural de José Clemente Orozco y luego uno de Tamayo y ahí junto otro, de Rivera.

Y jamás olvidaremos los millares de mariposas amarillas que salieron del palacio, que cayeron desde sus azoteas y revolotearon la noche siguiente a la que murió Gabo, nuestro Gabo, Gabriel García Márquez, iluminando de sonrisas la eternidad.

El Palacio de Bellas Artes cumple este día sus primeros 80 años.

Enhorabuena.