Opinión
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Isocronías

Nuestros muertos

E

n los tiempos que vivimos parecería (tal vez así haya sido siempre en todo sitio y hora, pero hoy la sensación, en nuestro país, se intensifica) que nuestros muertos son todos los muertos. A una amiga regiomontana le prescribían otros amigos olvidarse de eventos recientes de todos conocidos, como quien dice gozar de la vida. A ti no te ha pasado nada es frase que podría resumir los consejos, cierto, afectuosos, pero desde cierto punto de vista ciegos. Mas asimismo hubo los que apoyaron esa solidaridad desde el sentir con otros, ese sufrir el sufrimiento que nos toca, alcanza, que aunque sin duda mucho más les duele, les ha dolido a otros –de modo para nosotros inimaginable–, no podemos evitar vivir de este lado, en el que tan a salvo, según algunos, nos encontramos.

Si por la voz nuestra no hablan nuestros muertos (no sólo ellos, pero ellos también), ¿podrá cantar el canto, la poesía hablar? En el programa televisivo La Voz México el cantante Ricky Martin le indicó al joven Guido Rochín –al que conocí en Tepic cuando niño de brazos– que cantaba como si todos sus ancestros con él cantaran, elogio y responsabilidad. La madre del joven, Alma Rocío Jiménez, soprano –Guido es muy limpio tenor, Alma Rocío tiende a cierta oscuridad que suele poner misterio en lo que interpreta–, lo mismo hace. De ella en parte he aprendido, y en ella corroborado, lo que digo.

Antier me puse a recordar, por otra parte, los poemas Papá Guille y Mi madre y las verduras (confío en no equivocar títulos de un libro que publiqué y del cual no guardo ningún ejemplar), incluidos en El pobrecito Señor X, de Ricardo Castillo, patencia de un amor filial a la par abismal y (casi) inclemente, pero sobre todo aceptación de un legado, asunción de una vida, de, finalmente, la voz propia.

Alguna vez hice un taller, en Culiacán y Guadalajara, de canción y poesía: Nuestros muertos. Con objetos relacionados con el muerto a quien honraría cada participante, pondríamos el altar. En Sinaloa, extremos: una chica llevó un pantalón de su tío, y un joven médico puso un billete en el altar (¿Y ese billete? Es que mi muerta es Sor Juana). En Jalisco, me contaron, alguien le preguntó a una de las asistentes qué tal había estado el taller. Contestó ella con humor pero sin mentira: –Eso no fue un taller, fue una llantera. La catarsis, que puede convocar la risa, el llanto, lava, deja sin confusión, asimilando otras, la propia voz.