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Maneras de leer
C

uando los días de un año se vienen todos alrevesados, aumenta ese dolorcito en el estómago que anuncia los pesares. Desde que los siglos se cuentan, los hombres y mujeres de la sierra purépecha sabemos que cuando la urdimbre que tenemos con el bosque y con los campos de labor comienza a luirse, debemos enseguida zurcirla. Y para eso no nos sirve el algodón o la lana de siempre. El hilo del que echamos mano es el de nuestras creencias y costumbres. Con ellas retejemos rápido nuestro destino.

En nuestra tierra la fiesta es tan importante como el trabajo. Y la fiesta significa celebración y ella se va haciendo costumbre. Y si usted quiere ser de por estos rumbos, ha de conocer a qué llaman cada vez las campanas. Hay que saber también cómo ha de prepararse antes del bautizo de sus hijos o de sus ahijados, cómo se ponen los moños de las novias y en qué ocasión debe usted pagar la música. El ritmo de la vida lo va marcando también el ritmo de la fiesta.

Todo eso me contaba don Ezequiel Victoriano mientras lo acompañaba a pastar sus animales en los bosques michoacanos de la meseta purépecha. Mire, fíjese bien, me decía. Con el frío de mediados de enero, al amanecer de las fiestas de las primicias suenan las campanas y todo mundo conoce su papel. Ese día se habrá de preparar a los animales para que tengan un buen año, se les alejen las enfermedades y tengan buenas crías.

Niños y niñas de todas las edades amarran a los nuevos animales de la casa. Los cepillan, los escobetean, los arreglan y los llevan corriendo a la iglesia para bendecirlos. Son cientos. Niños y animales se arremolinan en el atrio. Vemos vacas, caballos, patos, conejos, pollos, gatos, cerdos, perros. Hay tanta emoción en la actitud de los infantes, que los animalitos parecen sentir la trascendencia de la ocasión y, excepto por el berrido de un cerdito, ellos participan con el mismo entusiasmo.

La ceremonia dura tan pocos minutos que la emoción mantiene a niños y animales en la más completa perplejidad por mucho tiempo. Así se va aprendiendo.

Y así se acerca uno a los finales. Después de mi larga enfermedad y mi agonía, más bien tiré a morirme después de despedirme de los míos. Un gran alivio sentí al prescindir del cuerpo, alejarme de él, pues la lucha postrera en contra del dolor perdió rápido su sentido. Sólo gestos apretados se veían. A todos hacía sufrir. Apenas saltó el alma del cuerpo, el puro goce me esperaba. Si viera qué bonita la música que trajo mi familia a mi velorio y a mi entierro. Eso me ayudó mucho, pues así aprendí a ya no conocer las tristezas.

A partir de ese día me gustaba que llegara el 2 de noviembre. Cuando esa fecha se acercaba, ansioso me ponía, pues ese mero día me celebraban a mí y a todos los difuntos de la casa. Para eso preparaban una gran fiesta para recibirnos. ¡Y cómo no iba a gustarme regresar, si siempre me esperaban con lo que más me apetecía! Sí, lo que en vida me gustaba mucho allí me lo arrimaban. Tanto en vestido, como en alimento, como en bebida.

Mientras yo llegaba, parientes y amistades realizaban visitas y oraciones en las casas de los muertos recientes. El interior de la troje en donde había vivido lo encontraba siempre adornado con guías de flores y muchos cordeles de barbas de pino de donde colgaban panecitos muy curiosos con formas de palomas y pájaros.

Pero lo que más me agradaba eran los muchachos disfrazados de mujer, quesque de uniformes antiguos y de ermitaños, Para que de veras no los conocieran hasta máscaras se ponían. Parecían comparsas. Cuando llegaban a la casa, en lugar de rezar alguna oración entraban cantando, diciendo chistes y algunos parrafitos curiosos; tenía que salirme al solar para no espantar a nadie con mis carcajadas.

Ya después de la visita de los ermitaños y de regalar duraznos, manzanas y tejocotes entre los conocidos, me llevaban mis cosas al panteón. Allí me acompañaban toda la noche pasando frío, rece y rece, come y come, tome y tome de lo que a mí más me gustaba. Lo que sí extrañaba de la primera vez que estuve aquí eran los sones. Pero no me puedo quejar. Desde aquí me doy cuenta que toda mi familia, desde siempre, aprendió a ayudar a bien morir y a ayudarme a estar bien mientras uno anda por estos territorios.

La verdad es que no sé por qué le platico todo esto como si todo fuera pasado, si parece que el tiempo ya no existe. Mejor ahora me callo. Sólo quiero decirle que siempre hemos vivido cerca de lo que somos, de nuestras creencias y costumbres. Esa es la escritura de nosotros. Con todas esas letras leemos nuestro mundo. Así traemos el pasado para que nos haga compañía en la vida que viene.

Twitter: @cesar_moheno