Opinión
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Vicente Leñero

En San Pedro de los Pinos viví toda mi infancia. La casa que mi padre destinó para mí era la casa de mi abuela, y recuerdo muy bien cuando venía yo de niño a asomarme a su pozo agujereado allá detrás, en el jardín.

La gota de agua.

N

o recuerdo cuándo lo conocí, tal vez me lo presentó Edmundo Valadés en aquellos tan gratos encuentros de narradores que se daban a lo largo y ancho del país donde se reía uno a carcajadas y se bebía a borbotones. Entonces los diversos anfitriones culturales eran sumamente generosos hasta que, por fin, una gota derramó el vaso y de ahí en adelante dejó de haber cantina libre.

Una de mis primeras charlas con Vicente fue alrededor de su obra de teatro Pueblo rechazado sobre el monasterio de benedictinos en las inmediaciones de Cuernavaca y sobre el prior Gregorio Lemercier y el psicoanálisis. No sé qué año sería, pero era obvio que Vicente no estaba cómodo con el tema, así que lo cambiamos. Yo había visto la obra y años antes había visitado el monasterio. Ahí se suscitó un escándalo mayúsculo alrededor del experimento psicoanalítico con los monjes que los llevó a colgar los hábitos. El ex prior Lemercier se casó, después, con una pianista y fue entonces, cuando ya había perdido él un ojo, que lo encontré varias veces junto con su esposa en casa de unos amigos mutuos; y me cuidé de mencionarle a Leñero.

Coincidí con Vicente en Cancún en el primer festival del Caribe, unos cuantos días antes de que el huracán Gilberto arrasara la naciente población. Se puede decir que todos éramos aún jóvenes y supongo que no se había derramado la gota de la copa, puesto que nuestros anfitriones nos atendieron a cuerpo de rey. Recuerdo que Felipe Garrido casi se ahoga nadando sin poder alcanzar la plataforma que, muy quitada de la pena, flotaba mar adentro. Recuerdo que mientras el gobernador inauguraba, al aire libre el festival, a la hora precisa de los moscos, Carlos Yllescas, a cuya vera yo estaba, atrajo hacia sí al ejército entero de zancudos librándome de ellos.

Pero el recuerdo que despierta con más fuerza en mí, y estoy segura de que en todos los que asistimos, es haber acompañado a Vicente Leñero sentado al piano martillando unos acordes como anuncio para uno de los escritores, tal si estuviera más que en un teatro, en un circo o en un cabaré de mala muerte. Cundieron más y más risas mientras los pianazos y la voz de Leñero cobraban más y más fuerza. Él y yo coincidimos muchos años después en algún sitio que tenía piano, y Vicente, que tampoco había olvidado aquella actuación suya de maestro de ceremonias de un circo ramplón, se acercó al piano y repitió la escena, y todos quienes asistimos al primer desempeño pianístico/oral lo celebramos a carcajadas.

Ya no sé si fue antes o después cuando nos sentamos a la misma mesa en otro encuentro en Morelia. Éramos 10 escritores que hicimos un pacto para pergeñar, entre todos, una novela colectiva. Ésta iba a tener 20 capítulos, así que hicimos dos rifas, para que cada uno participara dos veces. El trato era reunirnos y entregar al siguiente las cuartillas, sin aludir al argumento del libro en gestión y, desde luego, sin decir a nadie quién era el autor de cada capítulo. Ahí mismo, en aquella cena en Morelia, yo saqué el primer lugar que, de inmediato, le cedí a Leñero. Vicente entregó puntualmente las cuartillas iniciales.

Este proyecto dio lugar a las comidas en La Bodega de la colonia Roma que fueron atrayendo a un montón de comensales, al margen de la novela, pero próximos a las las letras. Fue una época muy divertida. La Editorial Joaquín Mortiz se arriesgó a publicar El hombre equivocado, que no iría a destacar como gran obra, pero sí como un experimento autoral. Y fue bien reseñada como divertimento literario. El hoy recién premiado Virgilio Caballero nos hizo una muy larga entrevista que iba a ser cortada en los cinco días hábiles semanales. Había frente a cada uno de nosotros un tazón de café, cuyo contenido no era exactamente ese. De tal forma que es probable que la entrevista del jueves fuera bastante más chispeante que la del lunes. El libro lleva en la contraportada la foto de todos nosotros. Y vaya cómo se ha ido el tiempo llevándose tristemente con él a Leñero.

Asistí a la presentación de un libro suyo en las instalaciones de la Fundación Domecq, ahora IFAI, que conlleva una cierta ironía, si se recuerda su prolongada subdirección en la revista Proceso, surgida tras el conflicto de Excélsior y de los que, como él, acompañaron a Julio Scherer con su dimisión.

Otro día, no me atreví a participar, pero presencié en una grata comida el maratón poético en que Leñero y otros escritores igual de memoriosos se citaron a duelo. Fue un deleite.

Sus guiones cinematográficos dieron por resultado películas importantes, entrañables. Me parece que su inteligencia, su sensibilidad, pero también su oído las hicieron obras perdurables. Me duele no haberlo frecuentado más, su casa de San Pedro de los Pinos tan cercana a la mía, donde una vez nos citamos. Yo debí salir y, temerosa de no estar a tiempo, le pedí a la sirvienta que si llegaba el señor Leñero lo pasara a la sala. Volví y, lo que sea de cada quien, recargado en el borde de la chimenea, estaba un hombre de mirada sorprendida flanqueado por dos costales de leña.

Debe haber sucedido por estas épocas de frío.

Diciembre 6, 2014