Opinión
Ver día anteriorDomingo 11 de enero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La estación de invierno
E

l año que pasó fue pobre en acontecimientos y reconocimientos económicos. La discusión brilló por su ausencia y la manipulación de cifras y conceptos, el arte de la interpretación que a veces linda con el de la imaginación, se distinguió por su cortedad de miras y ambiciones.

La discusión a que convocara el gobierno de la ciudad sobre el salario mínimo, por ejemplo, fue respondida de manera inadecuada y para algunos irritante, sin duda sorprendente, como fue el caso de economistas de pro y reputados ideólogos de un liberalismo siempre listo para justificar los intereses y proyectos del gran capital.

Las robustas propuestas analíticas y de política que acompañaron a la convocatoria del jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, no encontraron sino reiteraciones de conceptos gastados o generalizaciones vacuas. Así, el esperado y necesario encuentro de la sociedad pudiente o satisfecha, la que encabezan los acomodados de ayer y hoy, con el grueso de los mexicanos que apenas pueden y no están satisfechos con lo que les pasa, hubo de posponerse para mejores o peores tiempos. A una reflexión como ésta debería llevar el tema planteado por Mancera, pero sólo sirvió para que funcionarios y exegetas del poder se excedieran en su soberbia sorda.

Quedó claro así que, en materia económica y social, el Congreso mantiene su blindaje ciego y que la sensibilidad política de los grupos gobernantes ha quedado bajo el estricto resguardo de los intereses concentrados y dominantes: aquellos que están convencidos de que lo mejor que nos y les puede pasar es que no se hagan olas en materia de conducción e intervención de la economía. De aquí también la histeria desatada contra la reforma fiscal, que se ha convertido en la idea fuerza de cúpulas y rebaños de la empresa y sus corifeos en los medios y las cámaras.

Ilusa pero eficazmente, estos grupos enfeudados en su riqueza han convencido a muchos de que no hay otro camino que el adoptado hace casi 30 años, y que los datos necios de la realidad actual no pasan de ser indicadores de coyuntura, pasajeros, que serán dejados atrás una vez que las reformas salvíficas promovidas por el gobierno y acompañadas por una intrigante versión de la unidad nacional empiecen a desplegar sus efectos bienhechores. Vana y cada vez más nociva ilusión dirigida a mantener la esperanza en otro falso amanecer.

La desigualdad y la pobreza definen nuestro carácter y estructura social. Gocemos o no del bienestar material o subjetivo que nos dan el ingreso, la riqueza y la cobertura familiar, del barrio y los amigos, el contexto cotidiano de nuestra existencia está marcado no por el bienestar real, virtual o esperado, sino por este malestar que abruma la vida de todos. Se quiera o no, la mayoría vive a la intemperie, aunque cuente con techo.

Pero no es de esta situación que quieren ocuparse los oficiantes del statu quo. Sino de su ocultamiento y desnaturalización, como aprendices de brujo o spin doctors en punto de fuga.

El resultado es la incomunicación de los que mandan con los que supuestamente les dan sustento, así como la negación persistente por parte de los primeros del panorama facial, existencial y social de un México que vio pasar su momento en unas cuantas alucinantes semanas, para entrar a sufrir su lamento. No habrá esta vez, sin embargo, un retiro voluntario del magno talante afectado, humillado, acosado y mal tratado por la tragedia del último trimestre de este horrible 2014. El reclamo podrá caer presa de la furia imaginada e imaginaria y entrar en un tobogán de desgaste y autodestrucción, pero el subsuelo no es el del sonido y la furia solamente, sino el de la reflexión y la angustia. Son éstas, las que pueden llevar a preguntarse a fondo por el sentido de un México sin sentido, cuya educación sentimental para la democracia parece difuminarse y trocarse en una decepción que, de continuar, no puede sino llevarnos al temido malestar con la cultura que antecede y rodea al malestar con la democracia misma.

Hay que defenderla sin ilusiones ni fantasías, en efecto. Pero eso no se logra apelando a un realismo inmediatista que desemboca pronto en la resignación: darle vuelta a la hoja. Fortalecer la democracia, defenderla de sus propios demonios, implica más democracia y obliga a preguntarnos sin engaños si el orden al que dio lugar el pluralismo consagrado a fines del siglo XX es o puede ser, en efecto, un orden democrático.

Si un sistema político no puede plantearse siquiera intervenir, modular, modificar, el sistema económico en el que se asienta, no es un sistema favorable a la ampliación y profundización de la democracia. Si un gobierno emanado del pluralismo más abierto no puede proponerse actuar en favor de la igualdad, la protección y promoción de los mexicanos más débiles y vulnerables, entonces hay que decir que ese gobierno no sólo no es democrático en el sentido amplio del término, sino que no favorece a la democracia, la mina, sabotea y distorsiona su savia igualitarista.

En estas estamos, mientras los huevos de las serpientes se incuban en el sur profundo, pobre y adolorido, pero también en el norte otrora próspero y gozoso, ahora aterido y no sólo de frío.