Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 1 de marzo de 2015 Num: 1043

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

José Emilio Pacheco
hablaba del
Murciélago Velásquez

Leonel Alvarado

Cuando tenga 64 años
Leandro Arellano

El itinerario de
Hernán Cortés

Alessandra Galimberti

La investigación científica
en su laberinto

Manuel Martínez Morales

En torno al
libre albedrío

José Luis González

El mal de la modernidad
y la reinvención
de la política

Marcos Daniel Aguilar entrevista
con Ricardo Forster

Janne Teller, Pierre
Anthon y la nada

Yolanda Rinaldi

Un raro regalo
Kikí Dimoulá

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

El poema que clama

Ricardo Venegas


Código 0,
Mario Islazáinz,
Ediciones El Viaje,
México, 2014.

La poesía reciente refleja las condiciones en las que nuestra sociedad habilita nuevas formas de la expresión poética. En su más reciente libro, Mario Islazáinz, oriundo del estado de Veracruz, quien por muchos años nos regaló las páginas de su espléndida revista literaria Pasto Verde, despliega en sus poemas una crónica de la realidad inmediata del país. El poeta lo sabe: la tortura, el suicidio, el crimen y las desapariciones forzadas también producen poemas: “calles vacías/ miedo regado/ recuerdos de lluvia/ era seguir siendo niño/ al salir y empaparse/ hasta chorrear/ hoy/ imposible huir/ luego de lo desconocido/ sin mancharse/ de sangre”.

Como lo afirma Eusebio Ruvalcaba en la cuarta de forros del volumen, Mario Islazáinz “es refinado pero es inclemente; es contemplativo pero es porfiado. Se lee y el espíritu se colma. Porque tiene cosas que decir. Y eso se nota, y no tiene que ver con la maestría del dibujante poético –me refiero al que cuenta las sílabas del verso. Porque los sentimientos lo hacen suyo. Y lo obligan a tomar partido en ese viejo asunto que se llama la vida, y que aquí se traduce como la palabra escrita. Porque si el lector se detiene en cada palabra, advertirá cierta gravedad. Como si todo término de Mario Islasáinz estuviese imbuido de una carga humana imposible de soslayar.”
Islazáinz forma parte de aquella estirpe de escritores que también se han dedicado a la promoción de la cultura, pero que con esmero han sabido macerar su propia obra; no es gratuito leer y sentirse imbuido en imágenes y sentimientos cuando se lee a un poeta como Islazáinz decir: “Todo es pánico/ mucho pánico/ terror que tragar/ en este estático país de pérdidas/ demasiadas pérdidas/ hasta cuándo?”

Como director y editor de más de trescientos libros y plaquettes, bajo el sello editorial independiente Letras de Pasto Verde, desde 1993, Mario Islazáinz ha sabido aprovechar la enorme experiencia del editor en el poeta que es, pues sabe, cuando toca, en donde va a doler: “Me deshice de todo lo hecho/ trabajado de sol a sol/ de noche a noche/ derecho/ puedo jurarlo hincado/ ante cualquier altar/ descansando menos de lo debido/ para que no faltara nada/ nunca/ en esta casa que habito/ solo/ pagué para qué/ carajo/ si me la devolvieron/ muerta/ tendida tinta en odio/ los que a grosería limpia y exigente/ siempre/ sin darme la cara nunca/ me la arrebataron/ como a un animal/ hasta con los frutos acabaron/ ensuciando lo logrado con amor/ durante treinta y tres años/ ahora/ todo sobra aquí/ hasta yo/ por eso/ incendiaré lo inexistente ya/ y por favor/ que alguien llame a dios/ que venga a apagarlo todo/ yo me voy a la chingada/ antes de que la cierren.”

Código cero es el canto del dolor que apela a la conciencia, una carta abierta escrita con el corazón dirigida al corazón de sus lectores.


La rama explica al árbol

Antonio Soria


El metal y la escoria,
Gonzalo Celorio,
Tusquets,
México, 2014.

El primer cuarteto del soneto “Everness”, de Jorge Luis Borges, dice a la letra: “Sólo una cosa no hay, es el olvido./ Dios, que salva el metal, salva la escoria/ y cifra en Su profética memoria/ las lunas que serán y las que han sido”, y es del segundo verso de donde Gonzalo Celorio ha entresacado los términos que dan título a ésta, su más reciente novela, con la cual se ha hecho merecedor de la más reciente edición del Premio Mazatlán de Literatura.

Clara metáfora para designar tanto aquello que se considera digno de recuerdo, como eso otro que tal vez no merecería ser rescatado de la bruma en la que pueden extraviarse para siempre infinidad de instantes y hechos del pasado, en ese sentido metal y escoria integran la amalgama con la que Celorio ha dado cuerpo a una escritura que admite más de una definición, ya que siendo formalmente una novela, es al mismo tiempo un ejercicio autobiográfico, así como una crónica hecha y derecha.

Por cuanto hace a lo primero –El metal y la escoria en tanto novela–, baste mencionar algo que debe resultar obvio para quien conoce del mismo autor las previas Y retiemble en sus centros la Tierra, Amor propio y Tres lindas cubanas –esta última especialmente en relación con El metal…, por algo que se dirá más adelante–: los recursos técnicos y estilísticos de Celorio le permiten alcanzar mucho más que la mera eficiencia narrativa o, dicho con otras palabras, eso a lo que una buena cantidad de autores contemporáneos parecen haber renunciado, casi como quien huye de la pertinencia gramatical, así como de la sencillez y el orden discursivos, en pos de ciertas audacias cuyos resultados muchas veces los satisfacen sólo a ellos. Con su opción por esa grata ortodoxia en la estructura, no es poco lo que Celorio logra: para decirlo fácil, que la forma esté al servicio del fondo y no lo contrario, con lo cual ganan la historia que se cuenta y, al mismo tiempo, los lectores.

En lo segundo, es decir en el carácter autobiográfico, consiste la verdadera miga del libro: valiente, es el primero de varios adjetivos que vienen a los labios cuando se llega a la última página, puesto que se necesita un buen grado de valor para desnudar, al vestirla de palabras, la historia de uno mismo y de su estirpe, más del modo en que Celorio lo hace y más aún si se considera que, al mismo tiempo, la suya es una lucha contra ese olvido del que, dice Borges en el soneto que como epígrafe inaugura el libro, sólo Dios tiene la potestad para evitar. “Para que al pasado no se lo lleve el olvido”, dice literalmente el narrador hacia el final de uno de los capítulos; narrador al cual, a esas alturas de la historia, ya bastante poco le queda del que cabe esperar “a salvo”, a cierta distancia de lo que va contando porque, en un proceso de sinceridad absoluta o desprendimiento de la coraza que otorga la omnisciencia, ese narrador-personaje no es otro que el mismo Gonzalo Celorio que describe su propia vida, inscrita en la saga de su apellido paterno, de tal modo rescatando a ambas, al sustraerlas de las manos de la desmemoria –fantasma que acecha al clan– por medio de la escritura.

Crónica, finalmente, como a su manera lo es también Tres lindas cubanas, en sentido figurado y también literal emparentada con El metal y la escoria: de una época entera, que abarca un par o más de generaciones, a partir de cuya saga es posible comprender el aquí y el ahora no solamente familiares del autor, sino del entorno geográfico, cultural e histórico que le ha tocado en suerte vivir a las dos ramas principales de un árbol genealógico que es, visto en toda su dimensión, metáfora entera de un tiempo presente sabedor de lo indispensable que es el conocimiento de las raíces propias.