Opinión
Ver día anteriorViernes 30 de octubre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Lo macabro azucarado
¡Q

ué belleza la contemplación casera del fuego en la chimenea en compañía de la morena de toda la vida, promotora de sensación oceánica! ¡Qué horror la contemplación del fuego destructor de vida llámense cosechas, animales, batallas, de humanos! ¡Qué espanto imaginar la incineración del cuerpo al morir seres queridos como modalidad de los últimos tiempos! ¡Qué desesperación ante la sádica omnipotencia del envío a los diferentes al infierno en vida: Ayotzinapa, Ajalpan y cuantos más! ¡Qué sabiduría de los mexicanos de vestir a los muertos de azúcar, comida y bebida!

¿Me da mi calaverita?

Los sicoanalistas tratamos de explicar lo inexplicable: la muerte y ésta con fuego. Un clásico moderno, Jean Laplanche, afirma: “La siquiatría moderna ha elucidado la sicología del incendiario. Ha demostrado el carácter sexual (y destructor) de sus tendencias. Recíprocamente ha puesto al día el traumatismo grave que puede recibir en la sique el espectáculo de un pajar o de un techo incendiados, o de las guerras modernas de una llama inmersa contra el cielo nocturno, en el infinito de la llanura labrada. Casi siempre el incendio en el campo es la enfermedad de un pastor como portador de antorchas siniestras, los hombres miserables transmiten, de edad en edad, el contagio de sus sueños de solitarios. Un incendio hace nacer a un incendiario casi tan fatalmente como un incendiario provoca un incendio. El fuego se cobija en un alma con más seguridad que bajo la ceniza.

“El fuego se cobija en un alma…” traducción poética de la siguiente verdad: la correspondencia entre el fuego externo y el interno, el hecho de que no exista ataque externo sin ataque interno, que es precisamente la teoría freudiana del traumatismo síquico. Notemos al pasar esta idea, un poco pauperista, del fuego como enfermedad de un pastor, de un hombre aislado, de un hombre mísero; y sin duda el fuego puede ser concebido como enfermedad de un artista, tal vez de un artista él mismo rudimentario, abortado, y en tal sentido, pese a todo, hombre mísero; el fuego como enfermedad de un Nerón (al menos en el mito histórico). Ligazón entre el fuego, la sublimación y el traumatismo.

Por otra parte Jean Alouch (erótica del duelo) concluye que Maurice Blanchot al escribir su primer libro, Thomas el oscuro, en 1941, en la Primera Guerra Mundial le habría correspondido una propuesta de duelo, el duelo síquico; a la segunda, habría fracasado. Thomas el oscuro no habría logrado imponerle al cuerpo social la relación con la muerte que hacía presente. Sin embargo, creemos que en ninguna otra parte está mejor trazada que en sus líneas el análisis del abismo donde la muerte llama a la muerte (la muerte de Thomas que solicita la de Anne), ese mismo punto donde brota la locura. Porque el problema del duelo se manifiesta primero allí, en esa reiteración, en esa posibilidad de que la muerte llame a la muerte –que se abre con la excavación de cada tumba o la cremación de cada cuerpo legal o criminal.

En visita a México Alouch capta con fina sensibilidad que a ese abismo de la muerte sólo le responde adecuadamente lo que ya existió socialmente en otra época de Occidente y que se llama lo macabro. Thomas el oscuro participa de lo macabro. Lo macabro además no ha sido olvidado en la actualidad en todas partes. Existe al menos un país occidental, México, donde se le da un determinado lugar. Lo que sigue son dos testimonios al respecto.

Estatuillas (calaveritas azucaradas) en México están en venta en casi todas las esquinas, sin que se olviden los negocios free tax de los aeropuertos. Un comercio así sigue siendo inimaginable para nosotros (europeos). Los mexicanos no ven esas estatuillas con el mismo malestar, con la misma distancia horrorizada que nosotros; a ellos no les dicen lo que nos dicen a nosotros (¿el trauma de la Conquista no elaborada?). Lo mismo ocurre con su arte ritual de la muerte niña. En México, la muerte de un niño da lugar a una producción de pinturas y actualmente de fotos del niño muerto, más precisamente del niño muerto tomado como angelito. que sirven para un ritual de no-duelo, de regocijo suscitado por la muerte del niño.