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España: golpe, resistencia y guerra de conquista (1936-39)
E

n los primeros meses de la guerra civil, el gobierno republicano dominaba tres cuartas partes del territorio español, junto con las regiones económicamente más pujantes para sobrellevar la lucha contra el alzamiento militar: industrias de Madrid y Barcelona, altos hornos del País Vasco, cuenca minera de Asturias, reservas del Banco Central. Pero se había quedado sin ejército.

Por consiguiente, las modalidades de la guerra popular variaban de pueblo a pueblo. Los impulsos de los campesinos fueron más que por cualquier concepción organizada de la nueva sociedad: cuando no fusilaban a los terratenientes, se confiscaban, fraccionaban o repartían sus tierras en forma de pequeña propiedad privada.

Con la autoridad del gobierno republicano en su punto más bajo y el odio de clase en su cenit, el terror se impuso en la zona republicana. En los campos campeó el pillaje, y en las grandes ciudades bandas de delincuentes juveniles requisaban automóviles aprovechándose de la confusión imperante. En Málaga y Alicante, por ejemplo, la ignorancia y la miseria de la población favorecieron los más crudos instintos de los elementos más tenebrosos del bando revolucionario.

Los curas fueron los enemigos de clase más odiados y fácilmente identificables, ya que la Iglesia apoyaba a los alzados. Y no porque simpatizara en su totalidad con la rebelión ( v. gr.: dominicos), sino porque su situación empeoraría notablemente en caso de que los fascistas fuesen derrotados.

En Salamanca, el obispo se sintió aturdido cuando Franco requisó su palacio para establecer su cuartel general. Muchos obispos y arzobispos aparecían en compañía de las autoridades militares, en toda clase de ceremonias públicas. Daban su bendición a las tropas, proporcionaban confesores para las cárceles, y revistas como Mundo Hispánico incitaban a purgar a los republicanos a cristazo limpio. No sorprende, entonces, que en las grandes ciudades 5 mil y 6 mil sacerdotes y frailes fueran fusilados.

En tales circunstancias, Italia, Alemania y Portugal entraron de lleno en la guerra. En Tetuán (ciudad ubicada al norte de Marruecos), un hombre de negocios nazi –un tal Johannes Bernhardt, proveedor del ejército de África– ofreció sus servicios a Franco, quien no disponía de suficientes aviones para movilizar a sus tropas.

Bernhardt se en-trevistó con Her-mann Goering (jefe de las fuerzas aéreas alemanas) y logró que Hitler autorizara el envío de 20 aviones junkers de transporte pesado, tendiendo un puente aéreo desde Tetuán y colocando 18 mil hombres en Sevilla. Y a continuación, Alemania preparó una gran unidad de aviones de combate para intervenir en España: la Legión Cóndor.

Entonces, el gobierno de Azaña se dirigió a Inglaterra, Francia y Estados Unidos solicitando que le vendieran armas. La respuesta fue negativa y España quedó librada a su suerte. Londres esperaba que los facciosos ganaran con un mínimo de lucha; el socialista León Blum cerró las fronteras de Francia y Washington optó por la política adoptada por las democracias: no intervención y neutralidad.

En América Latina, sólo el gobierno de México, presidido por Lázaro Cárdenas, apoyó sin titubear a la República española. Por su lado, la Unión Soviética de Stalin (que en las primeras semanas había asumido una actitud de cautela) optó por el envío de tanques, cañones y asesores militares. En octubre, Moscú trasladó en una docena de naves, 400 camiones, 50 aviones, 100 tanquetas y 400 aviadores y tanquistas.

El 14 de noviembre de 1936, el famoso dirigente anarquista Buenaventura Durruti llegó a Madrid con una columna de 3 mil hombres. Una semana después, moría en circunstancias misteriosas a causa de un balazo que le dieron por la espalda. Simultáneamente, en Alicante, era fusilado el líder falangista José Antonio Primo de Rivera, quien llevaba tiempo encarcelado.

No obstante, la ayuda soviética tampoco fue gratis. La República debió ceder a los dictados políticos de Moscú. A finales de 1936, Stalin se dirigió por carta a Largo Caballero, definiendo una política interna que, paradójicamente, demandaba el abandono de las conquistas revolucionarias alcanzadas por el pueblo español.

Tal sería la línea del gobierno republicano de Juan Negrín (1937-39), quien pasaría a la historia como el dirigente más controvertido de la República española en armas. El gobierno de Negrín se hizo llamar de la Victoria y se impuso la misión de ganar la guerra para terminar con la revolución.

Con Negrín, los términos de la confrontación ya no serían revolución o contrarrevolución, sino de defensa nacional contra la agresión extranjera. Y así empezó otro tipo de guerra: la que corriendo pareja con la de los alzados llevó al enfrentamiento entre socialistas, anarquistas, trotskistas y comunistas. O sea, la guerra que Franco necesitaba, para alcanzar la rendición total de los republicanos.